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lunes, 11 de febrero de 2013

Algo de viejos carnavales...

Cuando era chico celebrábamos el carnaval, jugando “al agua”. Jugar al agua era empaparnos a baldazos, a veces teníamos pomos y revolearnos bombitas de agua. Eso era jugar “al agua”. ¡¡¡Y GUAY QUE FUERA EN EL HORARIO DE LA SIESTA!!! Ni se nos ocurría. La siesta “no se manchaba”.
Aquellos juegos de agua eran “guerras” o “ataques sorpresa”, según se diera. Y nos divertíamos mucho. Eso sí, como éramos “chicos malos”, al llenar las bombitas de agua, a veces, le dejábamos una burbuja de aire para que “picara”. Imperdonable.
Y crecí con los feriados de carnaval tal cual son ahora. Estos nuevos viejos “lunes y martes de carnaval” existieron hasta que el proceso militar de 1976 los anuló. Mi viejo, que tenía su “tallercito” los odiaba porque para él “vivimos de joda”. Como no le gustaban (en general ningún feriado le gustaba), los trabajaba. No sé si a sus empleados los hacía trabajar también, aunque supongo que no.
Para la noche, el carnaval se trasladaba a los corsos, que eran para la familia y a los bailes de carnaval que se organizaban en los clubes y eran para “los jóvenes”.
En aquella época, los corsos eran muchos. En todos los barrios había alguno. En Munro, mi ciudad, se cortaba la Av. Vélez Sarsfield, desde Av. Mitre hasta la estación de tren. Por la calzada desfilaban las comparsas, y en estas “las estrellas” eran travestis (y travestis de los 70, que no tienen ni medio que ver con los travestis actuales). Los redoblantes, los tambores y alguna que otra trompeta, musicalizan el paso de la comparsa, los movimientos de “la estrella”, los saltos de los bailarines y el paso de los estandartes. En aquellos corsos la Av. Vélez Sarsfield era más angosta, las veredas más amplias, estaba la heladería “Sorrento” (que luego sería Arnaldo) en lo que fue una galería (que se cerró para convertirla en un Eki y, supongo, ahora debe ser un Carrefour Express), en la esquina de Av. Vélez Sarsfield y Sgto. Baigorria; Calzados Belfort (que se fue de Munro y su local hoy es un banco) y una Av. Mitre destrozada (recién para fines de los 70, Av. Mitre empezaría a parecerese a la de hoy http://vicentelopez.clarin.com/ciudad/Munro-perla-comercial-Vicente-Lopez_0_688731124.html) pero con lo que quedaba de los "Estudios Lumiton" (http://es.wikipedia.org/wiki/Lumiton).
El corso era sinónimo de espuma. Nos corríamos llenándonos de espuma. Algunos mezclábamos la espuma con papel picado y lo untábamos sobre alguien. El papel picado era papel, estaba picado y desteñía. También eran comunes los “martillitos” que tenían un fuelle con chifle que, al golpear, sonaba. Pero un día llenamos los fuelles de arena y al golpear… ¡¡¡TE ROMPÍAN LA CABEZA!!!
Para la organización del corso, alcanzaba con que el “maestro de ceremonia”, desde el palco, nos recordara que no bajáramos a la acera. Y así funcionaba. Nos corríamos por las veredas, nos mojábamos, nos llenábamos de espuma, nos dábamos con los martillos… PERO NO BAJÁBAMOS A LA CALZADA. Y no bajábamos. Sí se podía usar el espacio libre ente una comparsa y otra.
Nosotros íbamos siempre al corso de Munro. Una vez fuimos al de Boulogne, que se hacía en la Av. Avelino Rolón, entre Av. Bernardo Ader y la estación de Boulogne. Claro, en aquel momento no estaban los puentes, que devinieron en túneles. Y aquellos corsos que conocí estaban todos organizados igual.
En las cuadras previas a los corsos estaban los puestos de choripán. Y en las veredas, además de correr (como se podía) estaban los puestos que vendían la espuma, los martillitos, los pomos y el papel picado. Era una “romería” de gente y, la verdad, no me acuerdo que hubiera quilombo con los pungas. No digo que no hubiera, digo que nunca me di cuenta.
En alguna época anterior, y de la que no me acuerdo, era común que los chicos fueran disfrazados a los corsos.
En fin… siempre hubo carnavales y NADA NUEVO BAJO EL SOL
Algunos de los juguetes en mis carnavales:

El martillo al que se le ponía arena en el fuelle...
 
 
Un pomo del Topo Gigio...


Un pomo común y corriente...
 Baldazos en la cuadra...


Caretas de carnaval...

viernes, 8 de febrero de 2013

El porvenir de una ilusión (Freud) - Recortes

cuanto menos sabemos del pasado y del presente, tanto más inseguro habrá de ser nuestro juicio sobre el porvenir

en la formación de este juicio intervienen, en un grado muy difícil de precisar, las esperanzas subjetivas individuales, las cuales dependen, a su vez, de factores puramente personales, esto es, de la experiencia de cada uno y de su actitud más o menos optimista ante la vida, determinada por el temperamento, el éxito o el fracaso.

la cultura humana muestra dos distintos aspectos. Por un lado, comprende todo el saber y el poder conquistados por los hombres para llegar a dominar las fuerzas de la Naturaleza y extraer los bienes naturales con que satisfacer las necesidades humanas, y por otro, todas las organizaciones necesarias para regular las relaciones de los hombres entre sí y muy especialmente la distribución de los bienes naturales alcanzables

Experimentamos así la impresión de que la civilización es algo que fue impuesto a una mayoría contraria a ella por una minoría que supo apoderarse de los medios de poder y de coerción

Mientras que en el dominio de la Naturaleza ha realizado la Humanidad continuos progresos no puede hablarse de un progreso análogo en la regulación de las relaciones humanas, y probablemente en todas las épocas, como de nuevo ahora, se han preguntado muchos hombres si esta parte de las conquistas culturales merece, en general, ser defendida

El dominio de la masa por una minoría seguirá demostrándose siempre tan imprescindible como la imposición coercitiva de la labor cultural, pues las masas son perezosas e ignorantes, no admiten gustosas la renuncia al instinto, siendo útiles cuantos argumentos se aduzcan para convencerlas de lo inevitable de tal renuncia, y sus individuos se apoyan unos a otros en la tolerancia de su desenfreno. Unicamente la influencia de individuos ejemplares a los que reconocen como conductores puede moverlas a aceptar aquellos esfuerzos y privaciones imprescindibles para la perduración de la cultura. Todo irá entonces bien mientras que tales conductores sean personas que posean un profundo conocimiento de las necesidades de la vida y que se hayan elevado hasta el dominio de sus propios deseos instintivos. Pero existe el peligro de que para conservar su influjo hagan a las masas mayores concesiones que éstas a ellos, y, por tanto, parece necesario que la posesión de medios de poder los haga independientes de la colectividad. En resumen: el hecho de que sólo mediante cierta coerción puedan ser mantenidas las instituciones culturales es imputable a dos circunstancias ampliamente difundidas entre los hombres: la falta de amor al trabajo y la ineficacia de los argumentos contra las pasiones.

el hombre integra las más diversas disposiciones instintivas, cuya orientación definitiva es determinada por las tempranas experiencias infantiles.

Con objeto de mantener cierta regularidad en nuestra nomenclatura, denominaremos interdicción al hecho de que un instinto no pueda ser satisfecho, prohibición a la institución que marca tal interdicción y privación al estado que la prohibición trae consigo privaciones que afectan a todos los hombres son las más antiguas que se mantienen aún en vigor nacen de nuevo con cada criatura humana Tales deseos instintivos son el incesto, el canibalismo y el homicidio

Una de las características de nuestra evolución consiste en la transformación paulatina de la coerción externa en coerción interna por la acción de una especial instancia psíquica del hombre, el super-yo, que va acogiendo la coerción externa entre sus mandamientos.

cuando una civilización no ha logrado evitar que la satisfacción de un cierto número de sus partícipes tenga como premisa la opresión de otros, de la mayoría quizá -y así sucede en todas las civilizaciones actuales-, es comprensible que los oprimidos desarrollen una intensa hostilidad contra la civilización que ellos mismos sostienen con su trabajo, pero de cuyos bienes no participan sino muy poco. En este caso no puede esperarse por parte de los oprimidos una asimilación de las prohibiciones culturales, pues, por el contrario, se negarán a reconocerlas, tenderán a destruir la civilización misma y eventualmente a suprimir sus premisas. La hostilidad de estas clases sociales contra la civilización es tan patente que ha monopolizado la atención de los observadores, impidiéndoles ver la que latentemente abrigan también las otras capas sociales más favorecidas. No hace falta decir que una cultura que deja insatisfecho a un núcleo tan considerable de sus partícipes y los incita a la rebelión no puede durar mucho tiempo, ni tampoco lo merece. El grado de asimilación de los preceptos culturales -o dicho de un modo popular y nada psicológico: el nivel moral de los partícipes de una civilización- no es el único patrimonio espiritual que ha de tenerse en cuenta para valorar la civilización de que se trate. Ha de atenderse también a su acervo de ideales y a su producción artística; esto es, a las satisfacciones extraídas de estas dos fuentes. Nos inclinaremos demasiado fácilmente a incluir entre los bienes espirituales de una civilización sus ideales; esto es, las valoraciones que determinan en ella cuáles son los rendimientos más elevados a los que deberá aspirarse.

los ideales quedan forjados como una secuela de los primeros rendimientos obtenidos por la acción conjunta de las dotes intrínsecas de una civilización y las circunstancias externas, y estos primeros rendimientos son retenidos ya por el ideal para ser continuados. Así, pues, la satisfacción que el ideal procura a los partícipes de una civilización es de naturaleza narcisista y reposa en el orgullo del rendimiento obtenido.

La satisfacción narcisista, extraída del ideal cultural, es uno de tos poderes que con mayor éxito actúan en contra de la hostilidad adversa a la civilización, dentro de cada sector civilizado. No sólo las clases favorecidas que gozan de los beneficios de la civilización correspondiente sino también las oprimidas participan de tal satisfacción, en cuanto el derecho a despreciar a los que no pertenecen a su civilización les compensa de las imitaciones que la misma se impone a ellos. Cayo es un mísero plebeyo agobiado por los tributos y las prestaciones personales, pero es también un romano, y participa como tal en la magna empresa de dominar a otras naciones e imponerles leyes. Esta identificación de los oprimidos con la clase que los oprime y los explota no es, sin embargo, más que un fragmento de una más amplia totalidad, pues, además, los oprimidos pueden sentirse efectivamente ligados a los opresores y, a pesar de su hostilidad, ver en sus amos su ideal. Si no existieran estas relaciones, satisfactorias en el fondo, sería incomprensible que ciertas civilizaciones se hayan conservado tanto tiempo, a pesar de la justificada hostilidad de grandes masas de hombres.

La satisfacción que el arte procura a los partícipes de una civilización es muy distinta, aunque, por lo general, permanece inasequible a las masas, absorbidas por el trabajo agotador y poco preparadas por la educación.

Como para la Humanidad en conjunto, también para el individuo la vida es difícil de soportar. La civilización de la que participa le impone determinadas privaciones, y los demás hombres le inflingen cierta medida de sufrimiento, bien a pesar de los preceptos de la civilización, bien a consecuencia de la imperfección de la misma, agregándose a todo esto los daños que recibe de la Naturaleza indominada, a la que él llama el destino.

humanizar la Naturaleza. A las fuerzas impersonales, al destino, es imposible aproximarse; permanecen eternamente incógnitas. Pero si en los elementos rugen las mismas pasiones que en el alma del hombre, si la muerte misma no es algo espontáneo, sino el crimen de una voluntad perversa; si la Naturaleza está poblada de seres como aquellos con los que convivimos, respiraremos aliviados, nos sentiremos más tranquilos en medio de lo inquietante y podremos elaborar psíquicamente nuestra angustia. Continuamos acaso inermes, pero ya no nos sentimos, además, paralizados; podemos, por lo menos, reaccionar e incluso nuestra indefensión no es quizá ya tan absoluta, pues podemos emplear contra estos poderosos superhombres que nos acechan fuera los mismos medios de que nos servimos dentro de nuestro círculo social; podemos intentar conjurarlos, apaciguarlos y sobornarlos, despojándoles así de una parte de su poderío. Esta sustitución de una ciencia natural por una psicología no sólo proporciona al hombre un alivio inmediato, sino que le muestra el camino por el que llega a dominar más ampliamente la situación.

el hombre no transforma sencillamente las fuerzas de la Naturaleza en seres humanos, a los que puede tratar de igual a igual -cosa que no correspondería a la impresión de superioridad que tales fuerzas le producen-, sino que las reviste de un carácter paternal y las convierte en dioses, conforme a un prototipo infantil, y también, según hemos intentado ya demostrar en otro lugar, a un prototipo filogénico.

la indefensión de los hombres continúa, y con ello perdura su necesidad de una protección paternal y perduran los dioses, a los cuales se sigue atribuyendo una triple función: espantar los terrores de la Naturaleza, conciliar al hombre con la crueldad del destino, especialmente tal y como se manifiesta en la muerte, y compensarle de los dolores y las privaciones que la vida civilizada en común le impone.

Por lo que respecta a la distribución de los destinos humanos, perdura siempre una inquieta sospecha de que la indefensión y el abandono de los hombres tienen poco remedio. En ese punto fallan enseguida los dioses, y si realmente son ellos quienes marcan a cada hombre su destino, es de pensar que sus designios son impenetrables

la función encomendada a la divinidad resulta ser la de compensar los defectos y los daños de la civilización, precaver los sufrimientos que los hombres se causan unos a otros en la vida en común y velar por el cumplimiento de los preceptos culturales, tan mal seguidos por los hombres. A estos preceptos mismos se les atribuye un origen divino, situándolos por encima de la sociedad humana y extendiéndolos al suceder natural y universal.

Se crea así un acervo de representaciones, nacido de la necesidad de hacer tolerable la indefensión humana, y formado con el material extraído del recuerdo de la indefensión de nuestra propia infancia individual y de la infancia de la Humanidad. Fácilmente se advierte que este tesoro de representaciones protege a los hombres en dos direcciones distintas: contra los peligros de la Naturaleza y del destino y contra los daños de la propia sociedad humana. Su contenido, sintéticamente enunciado, es el siguiente: la vida en este mundo sirve a un fin más alto, nada fácil de adivinar desde luego, pero que significa seguramente un perfeccionamiento del ser humano. El objeto de esta superación y elevación ha de ser probablemente la parte espiritual del hombre, el alma, que tan lenta y rebeldemente se ha ido separando del cuerpo en el transcurso de los tiempos. Todo lo que en este mundo sucede, sucede en cumplimiento de los propósitos de una inteligencia superior, que, por caminos y rodeos difíciles de perseguir, lo conduce todo en definitiva hacia el bien; esto es, hacia lo más satisfactorio para el hombre. Sobre cada uno de nosotros vela una guarda bondadosa, sólo en apariencia severa, que nos preserva de ser juguete de las fuerzas naturales, prepotentes e inexorables. La muerte misma no es un aniquilamiento, un retorno a lo inanimado inorgánico, sino el principio de una nueva existencia y el tránsito a una evolución superior. Por otro lado las mismas leyes morales que nuestras civilizaciones han estatuido rigen también el suceder universal, guardadas por una suprema instancia justiciera, infinitamente más poderosa y consecuente. Todo lo bueno encuentra al fin su recompensa, y todo lo malo, su castigo, cuando no ya en esta vida sí en las existencias ulteriores que comienzan después de la muerte.

No habiendo ya más que un solo y único Dios, las relaciones con él pudieron recobrar todo el fervor y toda la intensidad de las relaciones infantiles del individuo con su padre. Mas a cambio de tanto amor se quiere una recompensa: ser el hijo predilecto, el pueblo elegido.

Los hombres creen no poder soportar la vida si no dan a estas representaciones todo el valor al que para ellas se aspira.

la civilización procura al individuo estas ideas, pues el individuo las encuentra ya acabadas entre sí, y sería incapaz de hallarlas por sí mismo.

al personificar las fuerzas de la Naturaleza sigue el hombre un precedente infantil. En su primera infancia descubrió ya que para llegar a adquirir alguna influencia sobre las personas que le rodeaban le era preciso entrar en relación con ellas, y posteriormente aplica este método, con igual propósito, a todo aquello que a su paso encuentra.

la tendencia a personificar todo aquello que quiere comprender -el dominio físico como preparación del dominio psíquico- es un impulso natural del hombre

Dios es una superación del padre, y la necesidad de una instancia protectora -la nostalgia de un padre es la raíz de la necesidad religiosa.

La libido sigue los caminos de las necesidades narcisistas y se adhiere a aquellos objetos que aseguran la satisfacción de las mismas. De este modo la madre, que satisface el hambre, se constituye en el primer objeto amoroso y, desde luego, en la primera protección contra los peligros que nos amenazan desde el mundo exterior en la primera protección contra la angustia, podríamos decir. Sin embargo, la madre no tarda en ser sustituida en esta función por el padre, más fuerte, que la conserva ya a través de toda la infancia. Pero la relación del niño con el padre entraña una singular ambivalencia. En la primera fase de las relaciones del niño con la madre, el padre constituía un peligro y, en consecuencia, inspiraba tanto temor como cariño y admiración. Todas las religiones muestran profundamente impresos los signos de esta ambivalencia de la relación con el padre, cuando el individuo en maduración advierte que está predestinado a seguir siendo siempre un niño necesitado de protección contra los temibles poderes exteriores, presta a tal instancia protectora los rasgos de la figura paterna y crea sus dioses, a los que, sin embargo, de temerlos, encargará de su protección. Así, pues, la nostalgia de un padre y la necesidad de protección contra las consecuencias de la impotencia humana son la misma cosa. La defensa contra la indefensión infantil presta a la reacción ante la impotencia que el adulto ha de reconocer, o sea, precisamente a la génesis de la religión, sus rasgos característicos. Pero no entra en nuestros propósitos adentrarnos más en la investigación del desarrollo de la idea de Dios.

cuando el individuo en maduración advierte que está predestinado a seguir siendo siempre un niño necesitado de protección contra los temibles poderes exteriores, presta a tal instancia protectora los rasgos de la figura paterna y crea sus dioses, a los que, sin embargo, de temerlos, encargará de su protección. Así, pues, la nostalgia de un padre y la necesidad de protección contra las consecuencias de la impotencia humana son la misma cosa. La defensa contra la indefensión infantil presta a la reacción ante la impotencia que el adulto ha de reconocer, o sea, precisamente a la génesis de la religión, sus rasgos característicos. Pero no entra en nuestros propósitos adentrarnos más en la investigación del desarrollo de la idea de Dios.

La imposibilidad de demostrarlas se ha hecho sentir en todos los tiempos y a todos los hombres, incluso a aquellos antepasados nuestros que nos han legado la herencia religiosa. Muchos de ellos alimentaron seguramente nuestras mismas dudas, pero gravitaba sobre ellos una presión demasiado intensa para que se atrevieran a manifestarlas. Y desde entonces, estas dudas han atormentado a infinitos hombres que intentaron reprimirlas porque se suponían obligados a creer; muchas inteligencias han naufragado bajo la pesadumbre de tal conflicto, y muchos caracteres han sufrido grave lesión en las transacciones en las que trataron de hallar una salida.

las doctrinas religiosas están sustraídas a las exigencias de la razón, hallándose por encima de ella. No necesitamos comprenderlas, basta con que sintamos interiormente su verdad. Pero este «credo» sólo como una forzada confesión resulta interesante. Como mandamiento no puede obligar a nadie. ¿Habremos de obligarnos acaso a creer cualquier absurdo? Y si no, ¿por qué precisamente éste? No hay instancia alguna superior a la razón. Si la verdad de las doctrinas religiosas depende de un suceso interior que testimonia de ella, ¿que haremos con los hombres en cuya vida interna no surge jamás tal suceso nada frecuente? Podemos exigir a todos los hombres que hagan uso de su razón; lo que no es posible es instituir una obligación para todos sobre una base que sólo en muy pocos existe.

en nuestra actividad mental existen numerosas hipótesis que sabemos faltas de todo fundamento o incluso absurdas. Las definimos como ficciones; pero, en atención a diversos motivos prácticos, nos conducimos «como si» las creyésemos verdaderas. Tal sería el caso de las doctrinas religiosas a causa de su extraordinaria importancia para la conservación de la sociedad humana.

Sabemos ya que la penosa sensación de impotencia experimentada en la niñez fue lo que despertó la necesidad de protección, la necesidad de una protección amorosa, satisfecha en tal época por el padre, y que el descubrimiento de la persistencia de tal indefensión a través de toda la vida llevó luego al hombre a forjar la existencia de un padre inmortal mucho más poderoso. El gobierno bondadoso de la divina Providencia mitiga el miedo a los peligros de la vida; la institución de un orden moral universal, asegura la victoria final de la Justicia, tan vulnerada dentro de la civilización humana, y la prolongación de la existencia terrenal por una vida futura amplía infinitamente los límites temporales y espaciales en los que han de cumplirse los deseos.

Una de las características más genuinas de la ilusión es la de tener su punto de partida en deseos humanos de los cuales se deriva. Bajo este aspecto, se aproxima a la idea delirante psiquiátrica, de la cual distingue, sin embargo; claramente. La idea delirante, además de poseer una estructura mucho más complicada, aparece en abierta contradicción con la realidad. En cambio, la ilusión no tiene que ser necesariamente falsa; esto es, irrealizable o contraria a la realidad.

Así, pues, calificamos de ilusión una creencia cuando aparece engendrada por el impulso a la satisfacción de un deseo, prescindiendo de su relación con la realidad, del mismo modo que la ilusión prescinde de toda garantía real.

Si después de orientarnos así volvemos de nuevo a los dogmas religiosos, habremos de repetir nuestra afirmación interior: son todos ellos ilusiones indemostrables y no es lícito obligar a nadie a aceptarlos como ciertos.

Son tan irrebatibles como indemostrables. Sabemos todavía muy poco para aproximarnos a ellos como críticos.

En este punto se nos opondrá seguramente la siguiente objeción: si hasta los escépticos más empedernidos reconocen que las afirmaciones religiosas no pueden ser rebatidas por la razón, ¿por qué no hemos de creerlas, ya que tienen a su favor tantas cosas: la tradición, la conformidad de la mayoría de los hombres y su mismo contenido consolador? No hay inconveniente. Del mismo modo que nadie puede ser obligado a creer, tampoco puede forzarse a nadie a no creer. Pero tampoco debe nadie complacerse en engañarse a sí mismo suponiendo que con estos fundamentos sigue una trayectoria mental plenamente correcta. La ignorancia es la ignorancia, y no es posible derivar de ella un derecho a creer algo. Ningún hombre razonable se conducirá tan ligeramente en otro terreno ni basará sus juicios y opiniones en fundamentos tan pobres. Sólo en cuanto a las cosas más elevadas y sagradas se permitirá semejante conducta.

Aunque supiésemos y pudiésemos demostrar que la religión no posee la verdad, deberíamos silenciarlo y conducirnos como nos lo aconseja la filosofía del «como si». ¡Es en interés de todos y por nuestra propia conservación! Lo contrario además de ser harto peligroso, constituye una inútil crueldad. Hay infinitos hombres que hallan en las doctrinas religiosas su único consuelo, y sólo con su ayuda pueden soportar la vida.

No dejó de surgir en mí la interrogación de si el presente ensayo podía causar algún daño; pero no a persona alguna, sino a una causa, a la causa del psicoanálisis. No puedo negar que el psicoanálisis es obra mía, ni tampoco que ha despertado en muchos sectores desconfianza y animadversión. Si ahora salgo a la palestra con afirmaciones tan poco gratas, es de esperar que toda responsabilidad quede desplazada sobre el psicoanálisis. Ya vemos claramente -se dirá adónde conduce el psicoanálisis. Como ya lo sospechábamos, a negar la existencia de Dios y de todo ideal ético. Y para impedirnos tal descubrimiento se nos ha querido engañar, pretendiendo que el psicoanálisis no entrañaba una concepción particular del Universo ni aspiraba a formarla.

el psicoanálisis es un método de investigación, un instrumento imparcial,

la religión ha prestado, desde luego, grandes servicios a la civilización humana y ha contribuido, aunque no lo bastante, a dominar los instintos asociales. Ha regido durante muchos milenios la sociedad humana y ha tenido tiempo de demostrar su eficacia. Si hubiera podido consolar y hacer feliz a la mayoría de los hombres, reconciliarlos con la vida y convertirlos en firmes substratos de la civilización, no se le hubiera ocurrido a nadie aspirar a modificación alguna. Pero en lugar de esto vemos que una inmensa multitud de individuos se muestra descontenta de la civilización y se siente desdichada dentro de ella, considerándola como un yugo, del que anhela libertarse, y consagra todas sus fuerzas a conseguir una mudanza de la civilización o lleva su hostilidad contra ella, hasta el punto de no querer saber nada de sus preceptos ni de la renuncia a los instintos.

Los sacerdotes, a los cuales correspondía la función de hacer guardar obediencia a la religión, les han facilitado siempre esta tarea. La bondad divina paralizó la divina justicia. El pecador se rescata con sacrificios o penitencias y queda libre para volver a pecar.

Hemos oído la confesión de que la religión no ejerce ya sobre los hombres la misma influencia que antes. (Nos referimos a la civilización europea cristiana.) Y ello no porque prometa menos, sino porque los hombres van dejando de creer en sus promesas. Concedamos que la causa de esta mudanza reside en el robustecimiento del espíritu científico en las capas superiores de la sociedad humana, aunque quizá no sea esta causa la única. La crítica ha debilitado la fuerza probatoria de los documentos religiosos; las ciencias naturales han señalado los errores en ellos contenidos, y la investigación comparativa ha indicado la fatal analogía de las representaciones religiosas por nosotros veneradas con los productos espirituales de pueblos y tiempos primitivos.

En este proceso no hay detención alguna; cuanto más asequibles se hacen al hombre los tesoros del conocimiento, tanto más se difunde su abandono de la fe religiosa, al principio sólo de sus formas más anticuadas y absurdas, pero luego también de sus premisas fundamentales.

Pero la inseguridad que amenazaba por igual la vida de todos los hombres acabó por unirlos en una sociedad que prohibió al individuo atentar contra sus semejantes y se reservó el derecho de matar a quienes transgredieran este mandato. La muerte impuesta por la colectividad pasó entonces a ser justicia y castigo.

Sabemos que el hombre no puede cumplir su evolución hasta la cultura sin pasar por una fase más o menos definida de neurosis, fenómeno debido a que para el niño es imposible yugular por medio de una labor mental racional las muchas exigencias instintivas que han de serles inútiles en su vida ulterior y tiene que dominarlas mediante actos de represión, detrás de los cuales se oculta, por lo general, un motivo de angustia. La mayoría de estas neurosis infantiles -especialmente las obsesivas- quedan vencidas espontáneamente en el curso del crecimiento, y el resto puede ser desvanecido más tarde por el tratamiento psicoanalítico. Pues bien; hemos de admitir que también la colectividad humana pasa en su evolución secular por estados análogos a las neurosis y precisamente a consecuencia de idénticos motivos; esto es, porque en sus tiempos de ignorancia y debilidad mental hubo de llevar a cabo exclusivamente por medio de procesos afectivos las renuncias al instinto indispensables para la vida social. Los residuos de estos procesos, análogos a la represión, desarrollados en épocas primitivas, permanecieron luego adheridos a la civilización durante mucho tiempo. La religión sería la neurosis obsesiva de la colectividad humana, y lo mismo que la del niño, provendría del complejo de Edipo en la relación con el padre. Conforme a esta teoría hemos de suponer que el abandono de la religión se cumplirá con toda la inexorable fatalidad de un proceso del crecimiento y que en la actualidad nos encontramos ya dentro de esta fase de la evolución.

Las verdades contenidas en las doctrinas religiosas aparecen tan deformadas y tan sistemáticamente disfrazadas que la inmensa mayoría de los hombres no pueden reconocerlas como tales. Es lo mismo que cuando contamos a los niños que la cigüeña trae a los recién nacidos. También les decimos la verdad, disimulándola con un ropaje simbólico, pues sabemos lo que aquella gran ave significa. Pero el niño no lo sabe, se da cuenta únicamente de que se le oculta algo, se considera engañado, y ya sabemos que de esta temprana impresión nace, en muchos casos, una general desconfianza contra los mayores y una oposición hostil a ellos. Hemos llegado a la convicción de que es mejor prescindir de estas veladuras simbólicas de la verdad y no negar al niño el conocimiento de las circunstancias reales, en una medida proporcional a su nivel-intelectual.

Ningún creyente se dejará despojar de su fe por estos argumentos u otros análogos, pues se hallan fuertemente ligados a los contenidos de la religión por ciertos tiernos lazos afectivos. Hay también ciertamente otros muchos que no son creyentes en el mismo sentido. Permanecen obedientes a los preceptos culturales porque los asustan las amenazas de la religión y temen a la religión mientras han de considerarla como una parte de la realidad restrictiva. Pero tampoco sobre ellos ejercen influencia alguna los argumentos. Cesan de temer a la religión cuando advierten que otros no la temen, y con respecto a éstos he afirmado que se darían cuenta del ocaso de la influencia religiosa, aunque yo no publicase este escrito.

La consciencia de que sólo habremos de contar con nuestras propias fuerzas nos enseña, por lo menos, a emplearlas con acierto. Pero, además, el hombre no está ya tan desamparado. Su ciencia le ha enseñado muchas cosas desde los tiempos del Diluvio y ha de ampliar aún más su poderío. Y por lo que respecta a lo inevitable, al destino inexorable, contra el cual nada puede ayudarle, aprenderá a aceptarlo y soportarlo sin rebeldía.

Ante la dificultad de llegar al conocimiento, siquiera fragmentario, de la realidad, y ante la duda de que podamos llegar a él alguna vez, no debemos olvidar que también las necesidades humanas son una parte de la realidad, y, por cierto, una parte muy importante y que nos toca muy de cerca.

La voz del intelecto es apagada, pero no descansa hasta haberse logrado hacerse oír y siempre termina por conseguirlo, después de ser rechazada infinitas veces.

Se reprocha a la ciencia su inseguridad, alegando que lo que hoy proclama como ley es rechazado como error por la generación siguiente y sustituido por una nueva ley, de tan corta vida como la primera. Pero semejante acusación es injusta, y en parte, falsa. Las mudanzas de las opiniones científicas son evolución y progreso, nunca contradicción. Una ley que al principio se creyó generalmente válida demuestra luego ser un caso especial de una normatividad más amplia o queda restringida por otra ley posteriormente descubierta; una grosera aproximación a la verdad queda sustituida por un ajuste más acabado a la misma, susceptible a su vez de mayor perfeccionamiento.

No tiene en cuenta que nuestra organización, o sea, nuestro aparato anímico, se ha desarrollado precisamente en su esfuerzo por descubrir el mundo exterior, debiendo haber adquirido así su estructura una cierta educación a tal fin. Se olvida que nuestro aparato anímico es por sí mismo un elemento de aquel mundo exterior que de investigar se trata y se presta muy bien a tal investigación; que la labor de la ciencia queda plenamente circunscrita si la limitamos a mostrarnos cómo se nos debe aparecer el mundo a consecuencia de la peculiaridad de nuestra organización; que los resultados finales de la ciencia, precisamente por la forma en que son obtenidos, no se hallan condicionados solamente por nuestra organización, sino también por aquello que sobre tal organización ha actuado, y, por último, que el problema de una composición del mundo sin atención a nuestro aparato anímico perceptor es una abstracción vacía sin interés práctico ninguno.

No, nuestra ciencia no es una ilusión. En cambio, sí lo sería creer que podemos obtener en otra parte cualquiera lo que ella no nos pueda dar.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Algo de la terminología usada en textos freudianos

SIN RIGOR CIENTÍFICO, ya que sólo se trata de extracciones de Wikipedia. De todos modos, permite entender al leer:

ELLO, YO, SUPERYÓ
http://es.wikipedia.org/wiki/Superyo
Modelo estructural del aparato psíquico. Ello, Yo y Superyó se superponen a la primera tópica (consciente, preconsciente, inconsciente). 
Ello, Yo y Superyó, son conceptos fundamentales en la teoría del psicoanálisis con la que Sigmund Freud intentó explicar el funcionamiento psíquico humano, postulando la existencia de un "aparato" psíquico que tiene una estructura particular. Sostuvo que este aparato está dividido, a grandes rasgos, en tres instancias, el Ello, el Yo y el Superyó, que sin embargo comparten funciones y no se encuentran separadas físicamente. A su vez, gran parte de los contenidos y mecanismos psíquicos que operan en cada una de estas entidades son inconscientes.
Origen y diferencias en la terminología
En algunas publicaciones en el idioma español se puede encontrar los términos Ello, Yo y Superyó en latín, como Id, Ego y Superego, respectivamente. Estas formas fueron adoptadas en un principio por James Strachey en su traducción de la obra de Freud al inglés, titulada Standard Edition y publicada entre 1953 y 1974. Los términos originales utilizados por Freud se encuentran en idioma alemán: das Es, das Ich y das Über-Ich — respectivamente, el Ello, el Yo y el Superyó (literalmente sobre yo). Freud tomó prestado el término "das Es" de Georg Groddeck, un médico alemán por cuyas ideas no convencionales Freud estuvo muy atraído (los traductores de Groddeck traducen el término en inglés como "el Ello").
Instancias fundamentales
Freud, en su segunda teoría acerca de la estructura del aparato psíquico, distingue tres instancias fundamentales:
El Ello: Su contenido es inconsciente y consiste fundamentalmente en la expresión psíquica de las pulsiones y deseos. Está en conflicto con el Yo y el Superyó, instancias que en la teoría de Freud se han escindido posteriormente de él.
El Yo: Instancia psíquica actuante y que aparece como mediadora entre las otras dos. Intenta conciliar las exigencias normativas y punitivas del Superyó, como asimismo las demandas de la realidad con los intereses del Ello por satisfacer deseos inconscientes. Es la instancia encargada de desarrollar mecanismos que permitan obtener el mayor placer posible, pero dentro de los marcos que la realidad permita. Es además la entidad psíquica encargada de la defensa, siendo gran parte de su contenido inconsciente.
El Superyó: Instancia moral, enjuiciadora de la actividad yoica. El Superyó es para Freud una instancia que surge como resultado de la resolución del complejo de Edipo y constituye la internalización de las normas, reglas y prohibiciones parentales.
La teoría psicoanalítica fue construida sobre la premisa de que los deseos inconscientes, especialmente los representantes psíquicos de los impulsos biológicos y sexuales, son parte central de la motivación de la personalidad humana. Freud postuló que los trastornos neuróticos (y también otros trastornos mentales) tenían una causalidad psíquica, es decir, fundamentada no en lo orgánico, ni en lo hereditario, sino en un retorno de lo reprimido en forma de síntomas. Postuló que las fantasías y deseos reprimidos, por su carácter inaceptable para el sistema consciente, habían devenido inconscientes, pero mantenían sin embargo su eficacia psíquica. Freud plantea que los contenidos inconscientes tienen un carácter indestructible y que las representaciones de las pulsiones están permanentemente tratando de abrirse paso hacia la conciencia para lograr algún tipo de satisfacción, aunque sea amenguada o sustituta.
Las funciones específicas desempeñadas por las tres entidades no siempre son claras y se mezclan en muchos niveles. La personalidad consta según este modelo de fuerzas diversas en conflicto inevitable.
Si bien la idea general de que la mente no es algo homogéneo tiene amplia aceptación, tanto dentro como fuera del campo de la psicología, es también una idea controvertida. En particular hay detractores de la teoría de que el psiquismo se divida en estos tres componentes.
Ello
El Ello es la parte primitiva, desorganizada e innata de la personalidad, cuyo único propósito es reducir la tensión creada por pulsiones primitivas relacionadas con el hambre, lo sexual, la agresión y los impulsos irracionales. Comprende todo lo que se hereda o está presente al nacer, se presenta de forma pura en nuestro inconsciente. Representa nuestros impulsos, necesidades y deseos más elementales. Constituye, según Freud, el motor del pensamiento y el comportamiento humano. Opera de acuerdo con el principio del placer y desconoce las demandas de la realidad. Allí existen las contradicciones, lo ilógico, al igual que los sueños. Representa la necesidad básica del ser de cubrir sus necesidades fisiológicas inmediatamente y sin considerar las consecuencias. La necesidad de obtener comida, la agresividad, así como la búsqueda del sexo, son respuestas del Ello a diferentes situaciones. El Ello, sin embargo, no es sinónimo de inconsciente. También las otras dos instancias, el Yo y el Superyó, tienen amplios sectores no asequibles por la conciencia. El Ello tiene una relación estrecha y conflictiva con las otras dos instancias, que se forman, escindiendose del Ello, a partir de la interacción con el medio social (Realidad) y de la decantación del Complejo de Edipo, respectivamente.
Para Freud, la mayor parte del Ello es desconocida e inconsciente. Reservorio primero de la energía psíquica, representa la arena en la que se enfrentan pulsiones de vida (Eros) y de muerte (Thanatos). La necesidad imperiosa de la satisfacción pulsional rige el curso de sus procesos. Sus contenidos inconscientes son de diferentes orígenes. Por una parte, se trata de tendencias hereditarias, de determinaciones innatas, de exigencias somáticas, y, por otra parte, de adquisiciones, de lo que proviene de la represión. De forma sucinta, se puede definir al Ello como el reservorio pulsional del hombre.
La conquista del Ello, ese núcleo de nuestro ser, para Freud, es facilitada por el psicoanálisis a través del método de la asociación libre.
El Ello está presente desde el nacimiento. Está constituido por impulsos tan básicos como la tendencia natural a satisfacer el hambre, la sed y sexualidad, las que Freud llamó pulsiones de vida, alimentados por una forma de energía llamada libido. Las pulsiones de la vida se engloban en el concepto de Eros (el nombre del dios griego del amor). El Ello contiene asimismo la pulsión de muerte, responsable de las tendencias a la agresividad y la destrucción. El Ello demanda la gratificación inmediata y opera bajo el principio del placer, el cual persigue la inmediata gratificación de las pulsiones.
Yo
El Yo tiene como fin cumplir de manera realista los deseos y demandas del Ello con el mundo exterior, a la vez conciliándose con las exigencias del Superyó. El Yo evoluciona según la edad y sus distintas exigencias del Ello actuando como un intermediario contra el mundo externo. El yo sigue al principio de realidad, satisfaciendo los impulsos del Ello de una manera apropiada. Utiliza razonamiento realista característico de los procesos secundarios que se podrían originar. Como ejecutor de la personalidad, el Yo tiene que mediar entre las tres fuerzas que le exigen: el mundo de la realidad, el Ello y el Superyó, el yo tiene que conservar su propia autonomía por el mantenimiento de su organización integrada. Aunque en sus escrituras tempranas Freud comparó el Yo con nuestro sentido de uno mismo, en adelante comenzó a retratarlo más como un sistema de funciones psíquicas tales como el examen de realidad, defensa psíquica, funciones cognitivas e intelectuales (síntesis de la información, memoria y similares).
Es la entidad que actúa como regulador entre las demandas del Ello y del Superyó. No es ciento por ciento consciente, en particular, los contenidos referentes a las funciones yoicas de defensa son esencialemente inconscientes. Se basa en un concepto realista del mundo para adaptarse al mundo. Casi ejemplificado como un poder o una persona dentro de la mente, que nos presta atención en todo momento, incluso en nuestras acciones más íntimas, esta observación no es lo mismo que una persecución, pero no esta muy lejos de serlo.
Todas las acciones ejecutadas, son analizadas por el Yo y a menudo se les comunica los resultados: “ahora debe decir esto…”, “ahora deberá salir”. Amenazando con el castigo en caso de incumplimiento. El Yo, en su observación nos permite reconocer las acciones que realizamos, la oportunidad de elegir el camino a seguir, y razonar los impulsos que realizábamos con tal de no ceder lugar a la liberación libidinosa, y velar por la integridad general de la realidad. Es el primer paso del reconocimiento, para afrontar las alegrías, culpabilidad o castigo.
Superyó
El Superyó es la parte que contrarresta al ello, representa los pensamientos morales y éticos recibidos de la cultura. Consta de dos subsistemas: la "conciencia moral" y el ideal del yo. La "conciencia moral" se refiere a la capacidad para la autoevaluación, la crítica y el reproche. El ideal del yo es una autoimagen ideal que consta de conductas aprobadas y recompensadas.
El Superyó en la enseñanza clásica freudiana es una instancia que no está presente desde el principio de la vida del sujeto, sino que surge a consecuencia de la internalización de la figura del padre como un resultado de la resolución del complejo de Edipo.
Con posterioridad a Freud se ha discutido sobre el origen de la instancia. Melanie Klein, por ejemplo, postula la existencia de un Superyó en el lactante. Para la corriente psicoanalítica que sigue la orientación de Jacques Lacan será en cambio relevante reforzar la idea de Freud acerca del momento del surgimiento del Superyó, otorgándole a la castración, a la resolución del complejo de Edipo y a la función paterna un carácter fundacional del sujeto y de su posición estructural.
La psicología del Yo
Después de Freud, un número de teóricos psicoanalíticos prominentes comenzaron a trabajar sobre la versión funcionalista del Yo de Freud. El mayor esfuerzo fue puesto en detallar las varias funciones del Yo y cómo se deterioran en psicopatología. Varias funciones centrales del Yo-realidad: impulso-control, juicio, está probado que afectan la tolerancia, la defensa, y el funcionamiento sintético. Una revisión conceptual importante a la teoría estructural de Freud fue hecha cuando Heinz Hartmann discutió que el Yo sano incluye una esfera de las funciones autónomas del mismo que son independiente del conflicto mental. La memoria, la coordinación motora, y la realidad-prueba, como ser, pueden funcionar sin la intrusión del conflicto emocional. Según Hartmann, el tratamiento psicoanalítico apunta a ampliar la esfera sin conflicto del funcionamiento del Yo. Haciendo así pues, que el psicoanálisis facilite la adaptación, es decir, una regulación mutua más eficaz de Yo y del ambiente.
David Rapaport sistematizó el modelo estructural de Freud y las revisiones de Hartmann. Rapaport discutió que el principio central de la teoría freudiana era que los procesos mentales son motivados y formados por la necesidad de descargar la tensión. El trabajo de Freud que clarificaba Rapaport retrató la mente organizada en pulsiones y estructuras. Las pulsiones responden a la energía de la libido retenida y se orientan a una descarga rápida, a la satisfacción inmediata de deseos. Debido a que es raro que los deseos puedan ser satisfechos inmediatamente en la realidad, la mente desarrolla mecanismos para retrasar la satisfacción, o para alcanzarla a través de los desvíos o sublimaciones. Por lo tanto, la energía de la pulsión es contenida por las estructuras mentales relativamente estables que abarcan al Yo. Rapaport definió las estructuras como organizaciones mentales con un índice de cambio lento, en comparación con las pulsiones.
Arlow y Brenner discutieron que la teoría anterior de Freud de los sistemas conscientes, preconscientes, e inconscientes de la mente deben ser abandonados, y el modelo estructural debería ser usado como la única teoría psicoanalítica de la mente.
Los autores psicológicos del Yo recientemente se han acercado en varias direcciones. Algunos, tales como Charles Brenner, han afirmado que el modelo estructural debe ser abandonado y los psicoanalistas deben centrarse exclusivamente en conflicto mental que entienden y tratan. Otros, tales como Frederic Busch, han sofisticado cada vez más el concepto del Yo.
La psicología del Yo se confunde a menudo con la psicología del uno mismo, que acentúa la fuerza y la cohesión del sentido de una persona consigo misma. Aunque algunos psicólogos del Yo escriben sobre el uno mismo, distinguen generalmente a uno mismo del Yo. Definen el Yo como una agencia abarcativa de las funciones mentales, mientras que el uno mismo es una representación interna de cómo una persona se percibe. En la psicología del Yo, el énfasis se pone en entender el funcionamiento del Yo y sus relaciones conflictivas de la identificación, el Superyó, y la realidad, más que al sentido subjetivo de uno mismo.

COMPLEJO DE EDIPO
http://es.wikipedia.org/wiki/Complejo_de_Edipo
En psicoanálisis, el complejo de Edipo, a veces también denominado conflicto edípico, se refiere al agregado complejo de emociones y sentimientos infantiles caracterizados por la presencia simultánea y ambivalente de deseos amorosos y hostiles hacia los progenitores.[1] Se trata de un concepto central de la teoría psicoanalítica de Sigmund Freud, expuesto por primera vez dentro de los marcos de su primera tópica. En términos generales, Freud define el complejo de Edipo[2] como el deseo inconsciente de mantener una relación sexual (incestuosa) con el progenitor del sexo opuesto y de eliminar al padre del mismo sexo (parricidio).
El complejo de Edipo es la «representación inconsciente a través de la que se expresa el deseo sexual o amoroso del niño».[3] Freud describe dos constelaciones distintas en las que se puede presentar el conflicto edípico:
Complejo de Edipo positivo: odio o rivalidad hacia el progenitor del mismo sexo y atracción sexual hacia el progenitor del sexo opuesto.
Complejo de Edipo negativo: amor hacia el progenitor del mismo sexo, así como rivalidad y rechazo hacia el progenitor del sexo opuesto.[1]
La teoría de Freud distingue en el desarrollo psicosexual de los niños tres etapas principales: la oral, la anal y la fálica. El período de manifestación del complejo de Edipo coincide con la llamada fase fálica (pregenital) del desarrollo de la libido, es decir aproximadamente entre los 3 y los 6 años de edad y se acaba con la entrada en el período de latencia. De acuerdo con la teoría freudiana, el complejo se revive en la pubertad y esta reaparición declinaría a su vez con la elección de objeto, que abre paso a la sexualidad adulta.
Importancia del concepto para el psicoanálisis
El complejo de Edipo es considerado la piedra angular de la teoría de Freud. Es un concepto clave del psicoanálisis y sus derivados actuales tanto como fundamento de la teoría, como construcción explicativa en la clínica:
para la teoría, porque constituye el eje central de la teoría pulsional y de la metapsicología con la que Freud pretende explicar el funcionamiento psíquico y la estructuración de la personalidad;
para la clínica, debido a que del desarrollo, evolución y forma de resolución de la conflictiva edípica derivará la estructura y la forma en que se presentarán los síntomas en las distintas modalidades patológicas.
Por eso el complejo de Edipo es una idea tan central para el psicoanálisis como lo es la universalidad de la prohibición del incesto y constituye un correlato del complejo de castración.[3]
La historia del psicoanálisis en su conjunto está fuertemente ligada a la historia del complejo de Edipo y a las discusiones en torno a su significación. El concepto también ha suscitado desde su origen muchas críticas, tanto internas al psicoanálisis como desde otras disciplinas y corrientes teóricas.
El término complejo (del latín complectere: abrazar, abarcar; participio perfecto: complexum) es un término que indica un conjunto que totaliza, engloba o abarca una serie de partes individuales (hechos, ideas, fenómenos, procesos). Se utiliza en forma general en psicología para indicar la integración de vivencias o experiencias individuales en una experiencia de conjunto o totalizadora.
El uso del término se le atribuye a Carl Gustav Jung.
Historia del complejo de Edipo
El concepto fue desarrollado por Sigmund Freud, quien se inspiró para su denominación en el mito de Edipo de la mitología griega clásica, más precisamente, en la versión que entrega Sófocles en la tragedia Edipo Rey: Edipo es el hijo de Layo y Yocasta. Layo, para evitar que se cumpla el horrible destino que el oráculo le ha anunciado (que va a ser asesinado por su propio hijo), entrega a Edipo recién nacido a un sirviente para que lo abandone en un cerro de Citerón. Desobedeciendo al rey, el sirviente lo entrega a un pastor, quien lo acoge y finalmente lo entrega al rey de Corinto, Pólibo y su esposa Mérope, quienes lo adoptan, le dan un nombre (Edipo significa «pies hinchados») y lo crían cual si fuera su propio hijo. Sin embargo el joven Edipo, al escuchar rumores acerca de que el rey y la reina no son sus padres, consulta al oráculo de Delfos, quien le revela que su destino será dar muerte a su propio padre y que se casará con su madre. Edipo, creyendo que sus padres eran quienes lo habían criado, decide no regresar nunca a Corinto para huir de su destino. Emprende un viaje y, en el camino hacia Tebas, Edipo se encuentra con Layo, que viajaba a Delfos, en una encrucijada. El heraldo de Layo, Polifontes exigió a Edipo que le cediera el paso pero ante la demora de éste, mata a uno de sus caballos. Edipo se encoleriza y mata a Polifontes y a Layo sin saber que era el rey de Tebas, y su propio padre. Es así entonces que Edipo asesina a Layo y se casa con Yocasta para más tarde descubrir la desastrosa verdad de que son sus padres. Cuando Yocasta descubre que Edipo es su hijo se suicida. Edipo, incapaz de soportar el horror que el parricidio y el incesto le provocan, se saca los ojos y en total humillación, abandona la ciudad para vagar como un pordiosero por toda Grecia, atendido por su hija Antígona.
La primera vez que el complejo de Edipo aparece mencionado en la obra freudiana es en 1910,[4] aunque existen razones para suponer que cuando Freud se refiere en 1908 a los “conflictos nucleares” (Kernkonflikte)[5] ya está aludiendo a la conflictiva edípica.
Carl G. Jung desarrolló de forma análoga el «complejo de Electra» describiéndolo como la atracción sexual inconsciente que siente una niña hacia su padre. Freud nunca aceptó esta idea de Jung porque se contraponía con las teorías que él venía desarrollando, particularmente en dos aspectos:
La importancia que tiene para la niña la inclinación inicial por la madre (en la fase preedípica) y
la preponderancia central del falo en el desarrollo de los sujetos de ambos sexos en la fase fálica del desarrollo libidinal.[6]
En la teoría freudiana el complejo de Edipo es un fenómeno que aparece en el desarrollo de todos los seres humanos, tanto en el sexo masculino como en el femenino. Esto no significa, sin embargo, que tenga igual evolución en ambos sexos: para Freud el complejo de Edipo femenino no es simétrico al del niño.
Se trata además de un fenómeno universal, que ocurre con independencia de factores como la educación, la pertenencia étnica o la cultura. Freud desarrolla esta idea en su obra Tótem y tabú[7] sirviéndose de una metáfora, de una suerte de "mito científico" propio, para argumentar la universalidad del complejo de Edipo. Freud plantea el escenario en que podría haberse instaurado el tabú del incesto e inaugurado la cultura: En una época indeterminada de las hordas primitivas, los hombres vivían en pequeñas agrupaciones dominadas por un macho poderoso y tiránico (el padre) que tenía el privilegio de poseer a las hembras. Un día los machos jóvenes de la horda primitiva deciden rebelarse contra el padre, lo asesinan y se comen su cadáver. La cena totémica habría involucrado además una dimensión simbólica muy importante: no sólo se habrían comido el cuerpo, sino que principalmente también sus atributos espirituales, lo que da por resultado una identificación con el padre. El arrepentimiento y los sentimientos de culpa que surgieron tras el asesinato los llevaron a instaurar un nuevo orden social basado en la exogamia, es decir, en la prohibición (o tabú) de poseer a las mujeres del clan, al tiempo que instauraron el totemismo (tabuización de dar muerte al tótem (figura que sustituye simbólicamente al padre). El padre asesinado, sin embargo, tiene más poder y autoridad que el padre vivo, concluye Freud, puesto que la obediencia retroactiva que se le presta se basa en el sentimiento de culpa. Las prohibiciones del totemismo (el incesto y matar al tótem) representan los dos deseos inconscientes centrales del conflicto edípico. Concluye Freud en esta obra que el complejo de Edipo es la condición central del totemismo, por lo tanto, universal y fundante de la cultura en cualquier sociedad de seres humanos.
Implicaciones del complejo de Edipo
La conflictiva edípica debe ser cancelada (no necesariamente por el mecanismo psíquico de la represión) para posibilitar el desarrollo de la sexualidad del niño. En el inconsciente se pone en funcionamiento el llamado complejo de castración, que aporta al niño una respuesta rudimentaria al enigma que le plantea la diferencia anatómica de los dos sexos (posesión o privación del pene), que el niño atribuye al cercenamiento del pene en la niña. El niño teme el cercenamiento del pene como castigo por sus deseos incestuosos y actividades sexuales, lo cual le provocará una intensa angustia de castración. En la niña, la ausencia de pene es percibida como un daño que, según el psicoanálisis, ella misma intentará negar, compensar o reparar durante su desarrollo. Según Freud, mientras el complejo de castración posibilita la salida del complejo de Edipo en el niño (el niño descubre que la madre está castrada y depone sus deseos incestuosos por temor a la castración) representa para la niña la entrada al complejo de Edipo, es decir la niña se dirigiría hacia el padre en busca del falo faltante en la madre.[8]
El interés del niño por los genitales desaparece durante el período de latencia y reaparece con la pubertad. Cuando ve la falta en una niña, advierte la posibilidad de la castración pero la amenaza adquiere su efecto con posterioridad (nachträglich, en el original en alemán).
Solución del conflicto
Se sustituye la investidura de objeto por la identificación, se introyecta a la autoridad del padre y se forma el núcleo del Superyó, que severamente prohíbe el incesto y el retorno de las investiduras de objeto. Las aspiraciones libidinales son desexualizadas y sublimadas por una parte, e inhibidas en sus metas y mudadas en mociones tiernas, por otra parte. Con esto se da inicio al periodo de latencia. En rigor, el complejo de Edipo no es objeto de la represión, sino que más bien opera una cancelación y destrucción del complejo.
La niña percibe inicialmente que su clítoris es un pene pequeño que ya crecerá pero, al advertir que las mujeres adultas no poseen pene, intuye que ha sido castrada. El Superyó se instituye como resultado de la educación y el amedrentamiento externo. La niña se acerca al padre en busca de lo que la madre no tiene. Simbólicamente el falo pasa del pene al hijo, su complejo culmina en el deseo de recibir de regalo un hijo de su padre, el cual permanece en lo inconsciente como el del pene y constituye la base para su futura función sexual.
En la generalidad de los casos, el niño trata, en su deseo de superarlo, de parecerse a su rival. Acaba entonces por identificarse con él, en una especie de solidaria convivencia, en la que el padre se vuelve un modelo para el niño. Lo mismo ocurre, aunque no de manera simétrica, entre la niña y su madre.
Crítica y recepción
El concepto original de Freud ha sido recogido y aplicado con distintos matices y modificaciones por diversas orientaciones del psicoanálisis, como asimismo por otras escuelas psicológicas ajenas a éste, ya sea como modelo explicativo válido del desarrollo psicosexual del niño o bien como elemento estructural de la formación de la personalidad.
El primer desarrollo ulterior divergente de la teoría original de Freud es el de Carl Jung con la introducción en 1913 del complejo de Electra en Ensayo de exposición de la teoría psicoanalítica. En este período Jung critica a Freud por centrar demasiado los descubrimientos del complejo de Edipo en las experiencias de su propia persona y aboga además por la desexualización de la teoría. Es en este contexto que se produce la ruptura definitiva.
A pesar de que la mayor parte de los psicoanalistas freudianos no acepten la denominación jungiana de «complejo de Electra», todos coinciden en la importancia de diferenciar estos procesos en el niño y en la niña, ya que por sus distintos rasgos y posesiones deben ser tratados de forma distinta entre uno y otra.
Jacques Lacan hace una lectura diferente del concepto freudiano y lo reconstruye en varios aspectos esenciales. Lacan destaca que Freud se basó en un mito, es decir no en un hecho, sino en una ficción, en algo que ocurre no en la esfera de lo real, sino en el ámbito de lo simbólico, es decir, en algo que sucede en el lenguaje. Para Lacan el padre que juega un papel en el complejo de Edipo no es un padre real sino que es una función: la función paterna, un lugar en la estructura que puede ser ocupado por otros representantes, no necesariamente el padre real. Lo que resulta relevante para Lacan es la ficción de una instancia que representa la ley (es decir la prohibición del incesto). Lacan denomina a esta instancia el Gran Otro y puede estar asumida por diversas figuras de la autoridad (jueces, policías, maestros, profesores, clérigos, etc.). Es el momento de la subordinación del niño a esta instancia lo que permite su entrada en el orden de lo simbólico, es decir del lenguaje, del discurso del mundo social y de sus normas. Para Lacan la salida del complejo de Edipo es entonces la renuncia a la madre y el comienzo de los intentos de llenar ese lugar estructural de la falta con otros «objeto causa del deseo» (también denominado «pequeño otro» u «objeto a»).
Melanie Klein recoge algunos aspectos de la descripción freudiana del concepto, pero sitúa el Edipo en el primer año de vida del niño, postulando además que la fase tiene un trascurso similar en ambos sexos. Para Melanie Klein, la relación con el pecho materno sería el factor fundamental que rige todo el desarrollo psicosexual del niño. Son las relaciones de satisfacción y frustración experimentadas con este primer objeto las que permiten orientar el deseo hacia nuevos objetos, en su teoría, primeramente hacia el pene del padre. Pero la frustración inevitable que representa este objeto haría que el lactante regresara al objeto primario. De este modo, el pecho y el pene constituyen los primeros objetos de deseo oral del lactante. Los seres humanos contarían, de acuerdo con su teoría, con un saber congénito acerca de la existencia del pene y la vagina. El Edipo se configura porque el lactante desea una satisfacción constante, por lo que al no obtenerla, aparecería la frustración y la agresión. Ocurriría entonces una idealización del pecho bueno (la madre buena) y una dirección de la agresión hacia el pecho malo, que se transformará en el prototipo de todas las relaciones objetales frustrantes posteriores.
La teoría ha sido también muy fuertemente criticada al interior del psicoanálisis. Por ejemplo, en la interpretación que Erich Fromm hace del complejo de Edipo freudiano, el Edipo no se trataría en primera línea de un conflicto desencadenado por deseos incestuosos. Si bien Fromm reconoce que la estructura descubierta por Freud es contrastable con fenómenos que ocurren en la realidad del desarrollo infantil, eso no tendría necesariamente que ver con la sexualidad. El centro y origen del odio y rivalidad con el padre estarían determinados, según este autor, por la rebelión contra la autoridad paterna y las estructuras sociales patriarcales que representa.
Asimismo, la psicoanalista alemana Karen Horney hace una crítica profunda a las ideas que sostienen el concepto freudiano, planteando que la envidia del pene constituye una ofensa a las mujeres.[9]
La universalidad cultural del complejo de Edipo también ha recibido objeciones desde otras disciplinas y por investigadores ajenos al psicoanálisis. Es así como Bronislaw Malinowski, antropólogo británico de origen polaco y fundador de la antropología funcionalista, intentó refutar la pretendida universalidad con datos empíricos. Mostró, por ejemplo, como entre los habitantes de las Islas Trobriand en Papúa Nueva Guinea un niño era una criatura de su madre y del espíritu de sus ancestros, quedando vacío el lugar del padre. El tabú del incesto estaba allí referido a la hermana y no a la madre. En respuesta a esta crítica desde la antropología, Ernest Jones defendió en su momento de manera ortodoxa la validez universal del complejo de Edipo aduciendo que en el sistema matriarcal de los trobriandeses lo que existía era una negación del rol del padre en la reproducción y un desplazamiento hacia la figura del tío.[10] Hasta hoy la discusión continúa y el problema no ha podido ser zanjado de manera definitiva, ni por parte del psicoanálisis, ni por parte de la antropología.

COMPLEJO DE CASTRACIÓN
http://es.wikipedia.org/wiki/Complejo_de_castraci%C3%B3n
El complejo de castración es un concepto perteneciente al psicoanálisis y refiere a una estructura que irrumpe en el psiquismo humano a edad temprana, en íntima relación con el complejo de Edipo (tres a cinco años aproximadamente). Básicamente, se trata en el varón del miedo a la pérdida del falo (más allá del pene, en tanto representación de poder, superioridad y posibilidad de reunificación con la madre) a manos de su padre, y en la mujer a la constatación de que "ha sido castrada". El concepto fue descrito por Sigmund Freud por primera vez en 1908 en el texto Sobre las teorías sexuales infantiles, aunque había sido previamente referido ambiguamente en 1900 en La interpretación de los sueños como amenaza de castración.
Tanto en la mujer como en el varón se establece la premisa fálica: suponen que todo y todos poseen falo. Pero la diferencia anatómica entre los sexos es una realidad objetiva y contradice constantemente ese supuesto. Sin embargo, al menos por un tiempo las racionalizaciones de los niños les hacen creer que la diferencia se debe a que "es más pequeño y no se ve" o "ya crecerá".
En el caso del niño varón, la amenaza de castración que los padres hacen pender sobre él por su quehacer onanista, resignifica la vista de los genitales femeninos, o bien la amenaza es resignificada por su visualización; la pérdida de los propios genitales se ha hecho entonces representable. Este temor objetivado implica para el varón la salida del complejo de Edipo, y un menosprecio que perdurará hacia la criatura castrada.
Para la mujer, en cambio, el complejo de castración marca el ingreso al Edipo. Se sabe ahora castrada, el tiempo le ha develado que no tiene falo y que nunca crecerá, y culpa de ello a su madre, pues es quien la ha "fabricado mal".
La articulación con el complejo de Edipo es clave en ambos casos, y la posición tomada por el sujeto ante el complejo de castración tendrá gran influencia en la vida psíquica futura, además de estar íntimamente relacionado con el fenómeno de la angustia.

ANGUSTIA
http://es.wikipedia.org/wiki/Angustia
Primeros desarrollos freudianos
En sus primeros desarrollos sobre la angustia, Freud comienza señalando la particularidad de este estado afectivo penoso, que es el afecto penoso por excelencia, diferente de todos los otros. Lo que lo hace tan particular y digno de investigación dirá Freud es, en parte, que aparece refiriéndose a algo indeterminado, es decir, sin objeto. Dice además, en la Conferencia 25 de las Conferencias de introducción al psicoanálisis, que en realidad no necesita presentarla al lector, pues es seguro que alguna vez la ha sentido, dada su universalidad. En este mismo texto de 1916 (17) señala la necesidad de una explicación del tema diferente de la medicina académica de la época que pretendía reconducir todo a cuestiones orgánicas, lo cual le restaba importancia a este concepto pues, en palabras de Freud:
(...)el problema de la angustia es un punto nodal en el que confluyen las cuestiones más importantes y diversas; se trata, en verdad, de un enigma cuya solución arrojaría mucha luz sobre el conjunto de nuestra vida anímica. (Sigmund Freud: Conferencias de introducción al Psicoanálisis, Conferencia 25)
Angustia realista y angustia neurótica
En esta primera versión de la teoría de la angustia (luego de las elucidaciones alcanzadas más adelante con respecto al Yo, el Ello y el Superyó Freud hará un giro fundamental), parte de la diferencia entre “angustia realista” y “angustia neurótica”. La angustia realista es aquella que, como un apronte angustiado, alerta y prepara para la huida ante un peligro exterior; es un estado de atención sensorial incrementada y tensión motriz. Puede haber dos desenlaces para ella: o bien genera una reacción adecuada al fin y se limita a una señal que ayuda a ponerse a salvo del peligro, o genera por el desarrollo total de la angustia una reacción inadecuada que termina en paralizar al individuo. Es importante diferenciar la angustia del miedo y del terror. El miedo a diferencia de la angustia se refiere claramente a un objeto, y el terror es el sentimiento que aparece, justamente, cuando no hubo apronte angustiado y el peligro sobresalta.
Sin embargo lo que verdaderamente le interesa a Freud es lo que llama angustia neurótica. En relación con ciertos cuadros clínicos encuentra tres constelaciones posibles: una “angustia expectante” o libremente flotante que está a la espera de unirse de forma pasajera a cualquier objeto posible; una angustia que se ha relacionado con un peligro externo que a cualquier observador le parece desmedida; y aquella angustia que se da en forma de ataques o de permanencia prolongada pero sin que nunca se le descubra fundamento exterior. En todos estos casos la pregunta es ¿A qué se le tiene “miedo” en la angustia neurótica?. En sus primeros desarrollos Freud concluye, obteniendo esta idea del estudio de las neurosis actuales y de la excitación sexual inhibida (y otras neurosis como la histeria), que la angustia es una transmudación de la libido no aplicada: es decir, que ha obrado la represión sobre una moción de deseo inconsciente, y que el monto de energía psíquica o libido ligado a esa representación reprimida, que necesariamente debe ser descargado, pasa a la conciencia como angustia. Es que la aplicación de esa libido, si bien a priori seria placentera, no acuerda con el principio de realidad y terminaría generando un monto mayor de displacer al Yo. En el caso de la angustia infantil la reconduce a una endeblez del Yo aun en conformación, que en la añoranza de la persona amada, no puede elaborar aun ese monto de excitación, y lo traspone en angustia (angustia a la soledad, a personas ajenas, etc.), es decir, que en realidad está del lado de la angustia neurótica y no de la realista.
Es en sus indagaciones sobre la relación entre síntoma y angustia, en las que se evidencia que el síntoma impide el desarrollo de esta última al ligar la energía no aplicada, que Freud llega a una primera respuesta; en sus propias palabras:
Aquello a lo cual se tiene miedo es, evidentemente, la propia libido. La diferencia con la situación de la angustia realista reside en dos puntos: que el peligro es interno en vez de externo, y que no se discierne conscientemente. (Sigmund Freud: Nuevas Conferencias de Introducción al Psicoanálisis, Conferencia 32)
Sin embargo, Freud vio inconsistente la ligazón entre la angustia realista, que como mecanismo de auto conservación responde a un peligro externo, con lo elucidado sobre la represión y el peligro interno que constituye la libido en la angustia neurótica.
La segunda teoría freudiana de la angustia
Instancias psíquicas y angustia
Una vez que alcanzó a conocer mejor los procesos diferentes del Yo, el Ello y el Superyó como instancias psíquicas en tensión, llegó a la conclusión de que el Yo es el único “almácigo de angustia”, y que sólo él puede producirla y sentirla. Presenta entonces tres variedades de angustia que se corresponden con cada una de las servidumbres o vasallajes a los que está sometido el Yo: la angustia realista, que corresponde a los peligros del mundo exterior; la angustia neurótica, que es sentida por el Yo por la tensión con el Ello donde imperan las pulsiones que sólo buscan satisfacción y descarga sin miramiento por la realidad; y la angustia social o de la conciencia moral, en la que el Superyó, receptor de las identificaciones parentales y roles similares de la cultura, arroja su crítica sobre un Yo que quiere alcanzar el ideal del yo.
En principio atribuyó la formación de la angustia a la represión. Luego, ya en 1926, en "Inhibición, síntoma y angustia", dice que es la angustia la que crea la represión: "La angustia causa aquí entonces la represión y no, como antes habíamos dicho (Freud alude aquí a su primera teoría sobre la angustia) que la represión cause la angustia, o sea que la represión transforme el impulso instintivo en angustia."
El arquetipo del nacimiento y el peligro objetivo de toda angustia
Freud además, al diferenciar angustia de duelo y dolor por sus particulares sensaciones e innervaciones orgánicas, propone como modelo de la angustia la situación del nacimiento (primer uso de pulmones, aceleración del ritmo cardiaco para evitar el envenenamiento de la sangre, etc.), cuya suma de excitación displacentera es para el humano inmanejable, y que se convertirá en el futuro en la reacción a reproducir ante la percepción de un peligro como adecuada al fin, si se limita a una señal, o inadecuada, si paraliza. Esta es una situación de peligro objetiva, pero no se le puede adjudicar al recién nacido ningún conocimiento de ella, no tiene contenido psíquico. La pregunta es entonces cómo puede repetir esta angustia y recordar esa situación que le permite identificar una situación de peligro.
Para responder a ello se remite a las primeras exteriorizaciones de angustia en los niños: soledad, oscuridad y persona ajena en el lugar de la madre. Todas reconducen a la pérdida de objeto: en efecto la analogía con la angustia de castración (ver complejo de castración) se impone, pues representa una separación de un objeto estimado en grado sumo (pérdida del amor paterno en la mujer), y la misma situación de nacimiento, la angustia más originaria, es por una separación de la madre. Freud va más allá: cuando un niño añora a la madre, dice, es porque sabe que ella satisface sus necesidades sin dilación; quiere resguardarse del aumento de la tensión de necesidad, de la insatisfacción; esta es la situación de peligro, pues ante ella es impotente para su descarga. Impotente como lo fue en el momento del nacimiento; se ha repetido entonces la situación de peligro. Se trata de un aumento enorme de una energía intramitable. Así sobreviene la reacción de angustia, y esto es todo lo que necesita retener el lactante para identificar el peligro y producir la reacción adecuada al fin, que acarrea el llanto y los movimientos. El contenido del peligro se desplaza de esta situación económica a su condición: la pérdida del objeto (pues es este objeto el que puede poner término al peligro). La ausencia de la madre genera angustia, porque luego podría devenir un peligro mayor, el verdadero. Es en este momento que la angustia deviene producción deliberada como señal de peligro. La siguiente mudanza de la angustia se da en la fase fálica, y sigue los lineamientos de la pérdida de objeto: es la angustia de castración, la separación de lo genitales que mantienen la posibilidad de reunión con la madre (vuelve otra vez la representación de la separación de la madre). El contenido de las situaciones de peligro se irá mudando así a lo largo del desarrollo libidinal y desemboca en la angustia social, aunque el Yo puede mantenerlas lado a lado. En el caso de las neurosis, Freud sostiene que la angustia siempre se reconduce a una angustia de castración, y según sea el monto de angustia exteriorizada se habla de una represión mejor o peor lograda.
Angustia señal, desarrollo de angustia, y represión
En la segunda teoría sobre la angustia entonces Freud pone el énfasis en la necesidad de un peligro externo, pues ahora es evidente que un peligro interno no puede evocar el arquetipo de la angustia: ese peligro externo que el niño temió y que perduró en el inconsciente adulto es la castración. Pero lo que es más importante (que descubre por el análisis de fobias infantiles y por la diferenciación entre angustia señal y desarrollo de angustia), la angustia no es el resultado de la represión, sino su condición: es el Yo, el único capaz de generar y sentir angustia, el que se defiende de los peligros (ahora sabemos, objetivos y externos) del Ello y del Superyó, como lo hace del mundo exterior, es decir generando una pequeña señal de angustia, o apronte angustiado, que pone en marcha el mecanismo del principio de placer (que busca evitar un displacer mayor que sobrevendría con el desarrollo completo de la angustia) y activa así el mecanismo de represión que pone al Yo a salvo de la moción pulsional peligrosa, cuya satisfacción acarrearía la consecuencia temida o la consumación de la situación de peligro.
Vemos cómo Freud logra así una mayor consistencia en su segunda teoría sobre la angustia, que sobreviene a mediados de la década del veinte. El lector debe tener en cuenta la dificultad de comprender un concepto de esta naturaleza, que sustenta y se sustenta en otros conceptos psicoanalíticos tan importantes (como represión, libido, pulsión, Ello, Yo, Superyó, Edipo, Principios de la vida anímica, etc.), si desconoce los principales nodos teóricos del Psicoanálisis. En los textos utilizados para la redacción de este artículo que figuran a continuación, pueden encontrarse más detalles al respecto, así como los fundamentos concretos en los que Freud se basó para sus deducciones.

FASE ORAL
http://es.wikipedia.org/wiki/Fase_oral
La Fase oral designa un concepto elaborado por Sigmund Freud. «Representa la primera fase de la evolución libidinosa; el placer sexual está ligado entonces predominantemente a la excitación de la cavidad bucal y de los labios, que acompaña a la alimentación. La actividad de nutrición proporciona las significaciones electivas mediante las cuales se expresa y se organiza la relación de objeto; así, por ejemplo, la relación de amor con la madre se hallaría marcada por las significaciones: comer, ser comido.
Karl Abraham propuso subdividir esta fase atendiendo a dos actividades distintas: succión (fase oral precoz) y mordedura (fase oral-sádica)».[1]

FASE ANAL
http://es.wikipedia.org/wiki/Fase_anal
La Fase anal o Fase anal-sádica designa un concepto elaborado por Sigmund Freud. «Según Freud, segunda fase de la evolución libidinal, que puede situarse aproximadamente entre 2 y 4 años; se caracteriza por una organización de la libido bajo la primacía de la zona erógena anal; la relación de objeto está impregnada de significaciones ligadas a la función de defecación (expulsión-retención) y al valor simbólico de las heces. En ella se ve afirmarse el sadomasoquismo en relación con el desarrollo del dominio muscular».[1]
La fase anal en psicología es un término utilizado por Sigmund Freud para describir el desarrollo infantil durante el segundo año de vida, en donde el niño siente placer, y el conflicto se centra en el área anal. Esta etapa es ejemplificada en el placer del niño de controlar sus intestinos. Esta es la segunda pulsión mencionada por Freud. Según la teoría de Freud, la incapacidad de resolver los conflictos que se presentan durante esta etapa pueden causar una fijación retentivo anal o expulsivo anal.
Cuando la habilidad de controlar el esfínter anal madura (2-3 años de edad), la atención del niño pasa de la zona oral a la anal.
El concepto de fijación ocurre cuando hay un exceso de gratificación en esta etapa, lo que desarrolla una personalidad en extremo desorganizada, o por el contrario, cuando la gratificación no ocurre, dando origen a un individuo sumamente organizado.

FASE FÁLICA
http://es.wikipedia.org/wiki/Fase_f%C3%A1lica
La Fase fálica es un concepto elaborado por Sigmund Freud para designar una de las etapas por las que atraviesa el desarrollo libidinal infantil. Puede ser definida como sigue:
«Fase de organización infantil de la libido que sigue a las fases oral y anal y se caracteriza por una unificación de las pulsiones parciales bajo la primacía de los órganos genitales. Pero, a diferencia de la organización genital puberal, el niño o la niña no reconocen en esta fase más que un solo órgano genital, el masculino, y la oposición de los sexos equivale a la oposición fálico-castrado. La fase fálica corresponde al momento culminante y a la declinación del complejo de Edipo; en ella predomina el complejo de castración».
J. Laplanche& J.-B.Pontalis[1]
La fase fálica (o a veces uretral) es una de las fases pulsionales de la teoría sobre el desarrollo psicosexual de Sigmund Freud. Sobreviene a continuación de la fase anal y tiene lugar en la primera infancia, entre las edades de 3 y 5 años. En esta etapa, la zona erógena predominante son los genitales (clítoris en la mujer y pene en el varón) y las sensaciones placenteras se obtienen sobre todo mediante la actividad de orinar. Según Freud, durante esta fase se superan los conflictos emocionales conocidos como complejo de Edipo. Según la teoría freudiana, en la etapa fálica puede desarrollarse el complejo de castración en las niñas junto a la denominada envidia del pene. Más precisamente, mientras en el niño el complejo de castración marca la salida del complejo de Edipo (ante la amenaza de ser castrado, renuncia a sus deseos incestuosos hacia la madre), en la niña la organización fálica determina su entrada al complejo de Edipo: el descubrimiento de que no posee un pene suscitaría la envidia de este, al tiempo que provocaría sentimientos de rabia y animadversión contra la madre por no haberle dado uno, inclinándose la niña hacia su padre como objeto de amor, quien, por un lado, posee un pene y, por otro, es capaz de entregar un hijo, que en la teoría freudiana funciona como falo, es decir, como equivalente simbólico del pene.
Freud especifica con el término fase fálica la primera maduración genital que se caracteriza por la dominación imaginaria del atributo fálico, y por el goce masturbatorio; localiza este goce en la mujer en el clítoris, promovido así a la función de falo.
Historia del concepto
El concepto de una fase fálica de organización de la libido no está presente desde un comienzo en la obra de Freud, sino que aparece por primera vez recién en 1923.[2] Sin embargo las bases teóricas que le permiten a Freud sostener una organización fálica (masculina) para ambos sexos ya estarían presentes en un agregado que en 1915 hiciera a la obra Tres ensayos sobre teoría sexual (1905).[3] Este concepto, como en general la teoría de las fases en su conjuto y su relación con la identidad femenina fue desde un comienzo objeto de controversias. Así, la idea de la fase fálica ha sido un aspecto clave de la crítica de falocentrismo en el debate acerca de la sexualidad femenina, sostenido durante muchas décadas por connotados psicoanalistas, culturalistas y feministas, entre los que se cuentan Melanie Klein, Karen Horney, Jacques Lacan, Helene Deutsch, Simone de Beauvoir.[4]
Este robustecimiento del super-yo es uno de los factores culturales psicológicos más valiosos. Aquellos individuos en los cuales ha tenido efecto cesan de ser adversarios de la civilización y se convierten en sus más firmes substratos

NARCISISMO (PSICOANÁLISIS)
http://es.wikipedia.org/wiki/Narcisismo_(psicoan%C3%A1lisis)
Narcisismo es para el psicoanálisis uno de sus conceptos básicos y puede ser definido haciendo alusión al mito de Narciso de manera general como el amor a la propia imagen.1
En el desarrollo de su teoría, Sigmund Freud distinguió los conceptos narcisismo primario y narcisismo secundario, los que a su vez puden definirse de manera más precisa como sigue:
El narcisismo primario designa un estado precoz en el que el niño catectiza toda su libido sobre sí mismo. El narcisismo secundario designa una vuelta sobre el yo de la libido, retirada de sus catexis objetales.2
Desarrollo y descripción del concepto
La utilización del término «narcisismo» es anterior al psicoanálisis. Aparentemente el primero en utilizarlo no fue Freud, sino el psicólogo francés Alfred Binet en 1887.3 En la definición de Binet el término designa a una variante de fetichismo focalizada en el propio cuerpo como objeto de deseo sexual. El concepto fue luego tomado por Havelock Ellis, para denominar un comportamiento sexual perverso relacionado metafóricamente con la historia de Narciso de la mitología griega.
Aunque Freud escribió su Introducción del Narcisismo, el ensayo más leído sobre este concepto, recién en 1914, aparentemente ya había utilizado el término con anterioridad. Según James Strachey, esto habría ocurrido por vez primera de manera verbal, en 1909 en una reunión de la Asociación Psicoanalítica Vienesa y Freud se habría referido aquí a un estadio intermedio entre el autoerotismo y el amor de objeto.4
En 1910, Freud usaba el término narcisismo para referirse a la forma particular de elección de objeto de los sujetos homosexuales. Poco después, y en el contexto del análisis de las memorias de Daniel Paul Schreber, Freud opta por establecer una definición donde el narcisismo es un estadio evolutivo intermedio (entre el autoerotismo infantil temprano y la elección de objeto que finalmente conduce, acabado el período de latencia, al amor objetal).
Recién cuatro años después, a partir de su ensayo Introducción del narcisismo, el concepto adquiere además una significación económica (es decir, de equilibrio de energía) y dinámica, constituyendo el inicio de los escritos llamados metapsicológicos. Ahora, se funda por fin, el concepto como tal, lo que implica una reformulación teórica, ya que aparece una diferenciación de la libido en "libido yoica" y "libido de objeto"; hecho importante en el marco de la disputa de Freud con su discípulo Jung que propiciaba y sostuvo que la energía psíquica es única e indiferente. Freud, sin embargo sostiene de aquí en más, que hay una libido que -a partir del nuevo acto psíquico que funda el Yo del narcisismo primario (Ich Ideal)- catectizará (o investirá) "todas las representaciones del yo", que luego podrán ser volcadas en los objetos.
Resulta difícil establecer la significación del concepto de narcisismo, en particular en el caso del narcisismo primario, de manera definitiva. Dentro de la misma obra freudiana no se utiliza el término de manera unívoca y los diferentes autores postfreudianos lo utilizan y describen de maneras muy distintas. Sin embargo, la clave parece estar en la distinción entre el Ich Ideal y el Ideal Ich, el primero (Yo Ideal) equivalente a narcisimo primario, producto de la identificación primaria - aquella de mayor valencia del sujeto - «que es a los progenitores porque aún no hay conocimiento de la diferencia sexual.»5 } Esta identificación inaugura "el nuevo acto psíquico" que permite al infans decir Yo, como unidad, gracias a la instauración del Superyó primitivo.
El narcisismo dirá Freud que es un sistema (Freud,S. 1915. Introducción del Narcisismo, AE XIV). Este sistema está compuesto por ese Yo Ideal; por el Ideal del Yo ("el Yo ideal proyectado y escindido"), el Superyó y los Ich. Esa es la tópica de instancias, que junto a los aspectos económico-dinámicos (los tres aspectos conforman la metapsicología) dan por resultado el sistema narcisista. De este sistema dependen la autoestima o imagen de sí (selbstgefühl), los estados del humor (depresión, manía, melancolía), las funciones de la idealización, el fenómeno funcional de Silberer del duermevela, la represión propiamente dicha y la sublimación.
Definición freudiana del narcisismo secundario
Respecto del narcisismo secundario, más fácil de distinguir, la utilización freudiana puede establecerse como sigue:
Narcisismo como forma de designar estados mentales patológicos (narcisismo esquizofrenico, por ejemplo, o en la «neurosis narcisista», que es modo como Freud denominó inicialmente las psicosis) donde la investidura libidinal que previamente estaba puesta en objetos recae ahora, regresivamente sobre el yo;
Narcisismo como estructura estable (Yo realidad definitivo), donde existiría equilibrio desde el punto de vista económico (flujo de energía psíquica libidinal) porque las investiduras (catexis) estarían repartidas armónicamente entre los sistemas y los objetos; desde el punto de vista tópico se puede afirmar que el componente estructural «ideal del yo» y superyó definitivo, se generan a partir del llamado sepultamiento del Complejo de Edipo (la también denominada "operatoria de la castración").6
En el segundo caso Freud no se refiere al narcisismo como fenómeno de regresión, ni como una fase evolutiva, sino que involucra una definición estructural.7
Divergencias en torno al narcisismo primario
Ya en la propia obra de Freud hay gran diversidad y fluctuaciones en la aplicación del término, debido probablemente a que él era quien estaba definiendo el concepto en el psicoanálisis. De una manera general, se refiere, con el término de narcisismo primario, al momento en que el niño se toma a sí mismo como objeto de amor, antes de elegir objetos externos.
Hasta 1915 sostendrá que se trata de aquél período intermedio entre el autoerotismo primitivo y la elección de objeto (la que posibilita el amor objetal no narcisista). Freud plantea que la diferenciación del yo como instancia psíquica surge de manera paralela a esta fase.
Sin embargo, Freud vuelve a hacer ajustes a esta teoría cuando formula su modelo estructural de tres instancias Ello, Yo y Superyó.
Con esta nueva concepción de narcisismo primario resulta inútil diferenciarlo de una fase previa autoerótica y Freud deja de utilizar el término "autoerotismo".
Uno de los apotegmas centrales de Freud es que toda posición, una vez alcanzada, no será nunca fácilmente abandonada, lo hace comprender que no hay ninguna de estas instancias que desaparezcan en un adulto. Freud denominará regresión al caso de que alguna de aquellas posiciones infantiles se presenten en la actualidad.
En cualquier caso, el narcisismo primario se trata de una fase completamente «anobjetal» (para Freud esto se debería a que aún no hay un Yo), cuya existencia ha sido cuestionada por muchos autores:
Para Melanie Klein, por ejemplo, las relaciones tempranas infantiles son relaciones objetales, por lo tanto hablar de una fase narcisista no tiene sentido alguno si en el lactante existe desde un comienzo el yo y la relación objetal.
Jean Laplanche y Jean Bertrand Pontalis apuntan en su Diccionario de Psicoanálisis además lo problemático que resulta imaginar desde el punto de vista tópico qué es lo que resulta catectizado cuando se habla de un narcisismo indiferenciado, anobjetal y previo a la constitución del yo. El término «narcisismo» no les parece a estos autores adecuado para designar una fase que es anobjetal y que no tiene nada que ver con las relaciones especulares a los que la etimología de la palabra alude.
En la lectura de Jacques Lacan, el narcisismo primario es concomitante con el estadio del espejo, es decir con el momento en que el niño ve su propia imagen en el espejo como un todo, momento en que para Lacan surge la instancia yoica. Lacan recoge la diferenciación inicial de Freud y utiliza el término "autoerotismo" para referirse a la fase previa, más temprana, de pulsiones parciales y de cuerpo fragmentado. Antes de la fase del espejo, el niño no ha visto nunca su cara ni su cuerpo completo, no ha podido sentirse como un Yo.

LIBIDO
http://es.wikipedia.org/wiki/Libido
Libido (del lat. libido: «deseo», «pulsión» y en un sentido estricto: «lascivia») es un término que se usa en medicina y psicoanálisis de manera general para denominar al deseo sexual de una persona. Como comportamiento sexual, la libido ocuparía la fase apetitiva en la cual un individuo trata de acceder a una pareja potencial mediante el desarrollo de ciertas pautas etológicas.1 No obstante, existen definiciones más técnicas del concepto, como las encontradas en las obras de Sigmund Freud y Carl Gustav Jung que hacen referencia a la fuerza o energía psíquica. Estos autores vinculan la energía libidinal, respectivamente, a las pulsiones y a su carácter eminentemente sexual como meta primaria (Freud) o a una energía mental indeterminada que mueve el desarrollo personal general de un individuo (Jung). Sigmund Freud, a su vez, habría tomado el término de A. Moll, quien lo utilizó en 1898 en la obra Untersuchungen über die Libido sexualis [«Investigaciones acerca de la Libido sexualis»].
En medicina
En medicina, el término libido se aplica para designar específicamente el deseo sexual. La mayoría de los médicos y psiquiatras consideran que un nivel de libido inferior a lo «normal» representa una patología. El criterio que más comúnmente se aplica es el de atribuir la disminución de la libido a algún trastorno emocional, considerándola con frecuencia un síntoma de cuadros o trastornos afectivos de corte depresivo.[cita requerida]
En psicoanálisis y psicología analítica
Según Freud
Libido es también un concepto descrito por el psicoanalista Sigmund Freud.2 Se refiere a la energía de la pulsión, o más propiamente, al afecto ligado a la transformación energética de las pulsiones, cuya meta original es siempre sexual (si bien puede ser «desexualizada» secundariamente, lo que implicaría siempre una renuncia o compromiso y un esfuerzo para canalizarla de manera diversa). La mente es un sistema cuyo equilibrio resulta del conflicto entre tendencias o instancias opuestas: se trata de fuerzas o pulsiones (‘energía psíquica profunda que orienta el comportamiento hacia un fin y se descarga al conseguirlo’). Esta energía que opera en la dialéctica interna de la psique se la llama libido.
Desde la óptica freudiana (psicoanálisis), libido es el afecto que se encuentra ligado a determinada pulsión: en el primer marco teórico (hasta 1914), la energía de las pulsiones sexuales; en el segundo marco teórico (hasta 1920), la energía tanto de las pulsiones sexuales como de las pulsiones yoicas; y en el tercer marco teórico, este término es transformado en Eros.3 Si bien los trabajos iniciales de Freud la definieron desde un punto de vista únicamente sexual, sus últimas obras reconsideraron este concepto y lo ampliaron, aplicándolo no sólo a ese ámbito, sino también a la energía productiva y vital de todo ser humano (véase Eros y Tánatos).
Según Jung
Para el psiquiatra y psicólogo Carl Gustav Jung la naturaleza de la libido representó uno de los primeros puntos de sus discrepancias con Freud. En desacuerdo con el carácter eminentemente sexual enfatizó una energía vital amplia e indiferenciada, se trataría de una «energía psíquica indiferenciada», el «élan vital de Bergson», no atada a un sustrato biologicista (Freud).4
A la hora de explicar el funcionamiento de la energía psíquica propondrá tres ideas básicas derivadas de la física:5 6
Principio de los opuestos. Principio omnipresente en todo el sistema junguiano, del mismo modo que existen opuestos o polaridades en la energía física (calor/frío, altura/profundidad, creación/deterioro), lo mismo acontece con la energía psíquica. Es precisamente este conflicto entre polaridades el principal motivador del comportamiento y generador de energía. Dicho de otro modo, a mayor conflicto entre opuestos mayor energía psíquica, no hay energía sin oposición.
Principio de equivalencia. Jung aplicará a todo acontecer psíquico el principio físico de la conservación de la energía, es decir, la energía no puede crearse ni destruirse, sólo se puede cambiar de una forma a otra. Tal y como lo describe citando a Ludwig Busse,7
La suma total de la energía no varía y no puede aumentar ni disminuir.
Con lo cual, siempre se produce una continua redistribución de la energía dentro de la personalidad. Si la energía gastada o invertida en originar alguna condición se debilita o desaparece, esta no se pierde, sino que es transferida a otra parte de la psique.
Toda energía invertida o consumida para lograr un efecto determinado provoca la aparición de la misma cantidad de esa o de otra forma de energía en otro punto.8
Así, la pérdida de interés en una persona genera que la energía psíquica antes invertida en esa área cambie a una nueva, o que se produzca un intercambio energético entre la actividad consciente de vigilia y la onírica inconsciente al dormir. Dicha nueva área ha de tener un valor psíquico equivalente, sino el exceso de energía fluirá al inconsciente.
Principio de entropía. En física el principio de entropía alude a la igualación de las diferencias de energía. Por ejemplo, tendencia al equilibrio térmico al unir dos cuerpos a diferente temperatura. Aplicando idéntica ley a la energía psíquica Jung propuso la existencia de una tendencia al balance o equilibrio dentro de la personalidad. Así, si existen dos deseos de diferente intensidad o valor psíquico, la energía fluirá del más intenso al más débil.
Según la ley física de la entropía, la energía fluye de niveles más altos a niveles más bajos hacia estados más probables de intensidad.9
La distribución equitativa de energía psíquica en toda la personalidad nunca se alcanza, dado que si fuera así, este tercer principio, el principio de entropía, entraría en contradicción con el primer principio, o principio de los opuestos. Un equilibrio excesivo evitaría el conflicto entre opuestos, fuente de la energía.
Son así mismo de vital importancia los términos regresión y progresión de la libido, haciendo referencia a la dirección del movimiento de la energía,10 así como la función del símbolo, emergido de la base arquetípica de la personalidad, es decir, lo inconsciente colectivo, como gran organizador y transformador de la libido, a diferencia del concepto psicoanalítico de sublimación sustitutiva.11
En otras disciplinas
Se aplica también en economía, en donde se define como ‘aquella cantidad que aumenta o disminuye’.
En física es el módulo o intensidad de la fuerza (vector) pulsional.
Errores comunes
Según el diccionario de la Real Academia Española, la palabra debe pronunciarse como llana (li bi do) y no como esdrújula (lí bido) porque deriva del latín libído, con i: larga. La pronunciación extendida, aunque incorrecta líbido, probablemente se deba a la influencia de la palabra lívido (que no tiene relación semántica con el concepto y que significa «amoratado» o «pálido»).12
Igualmente erróneo es el artículo singular masculino el («el libido»), puesto que se trata de un sustantivo de género femenino, lo correcto es «la libido».

SEGÚN LA RAE

lívido, da.
(Del lat. livĭdus).
1. adj. amoratado.
2. adj. Intensamente pálido.


 
libido.
(Del lat. libīdo).
1. f. Med. y Psicol. Deseo sexual, considerado por algunos autores como impulso y raíz de las más varias manifestaciones de la actividad psíquica.