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viernes, 8 de febrero de 2013

El porvenir de una ilusión (Freud) - Recortes

cuanto menos sabemos del pasado y del presente, tanto más inseguro habrá de ser nuestro juicio sobre el porvenir

en la formación de este juicio intervienen, en un grado muy difícil de precisar, las esperanzas subjetivas individuales, las cuales dependen, a su vez, de factores puramente personales, esto es, de la experiencia de cada uno y de su actitud más o menos optimista ante la vida, determinada por el temperamento, el éxito o el fracaso.

la cultura humana muestra dos distintos aspectos. Por un lado, comprende todo el saber y el poder conquistados por los hombres para llegar a dominar las fuerzas de la Naturaleza y extraer los bienes naturales con que satisfacer las necesidades humanas, y por otro, todas las organizaciones necesarias para regular las relaciones de los hombres entre sí y muy especialmente la distribución de los bienes naturales alcanzables

Experimentamos así la impresión de que la civilización es algo que fue impuesto a una mayoría contraria a ella por una minoría que supo apoderarse de los medios de poder y de coerción

Mientras que en el dominio de la Naturaleza ha realizado la Humanidad continuos progresos no puede hablarse de un progreso análogo en la regulación de las relaciones humanas, y probablemente en todas las épocas, como de nuevo ahora, se han preguntado muchos hombres si esta parte de las conquistas culturales merece, en general, ser defendida

El dominio de la masa por una minoría seguirá demostrándose siempre tan imprescindible como la imposición coercitiva de la labor cultural, pues las masas son perezosas e ignorantes, no admiten gustosas la renuncia al instinto, siendo útiles cuantos argumentos se aduzcan para convencerlas de lo inevitable de tal renuncia, y sus individuos se apoyan unos a otros en la tolerancia de su desenfreno. Unicamente la influencia de individuos ejemplares a los que reconocen como conductores puede moverlas a aceptar aquellos esfuerzos y privaciones imprescindibles para la perduración de la cultura. Todo irá entonces bien mientras que tales conductores sean personas que posean un profundo conocimiento de las necesidades de la vida y que se hayan elevado hasta el dominio de sus propios deseos instintivos. Pero existe el peligro de que para conservar su influjo hagan a las masas mayores concesiones que éstas a ellos, y, por tanto, parece necesario que la posesión de medios de poder los haga independientes de la colectividad. En resumen: el hecho de que sólo mediante cierta coerción puedan ser mantenidas las instituciones culturales es imputable a dos circunstancias ampliamente difundidas entre los hombres: la falta de amor al trabajo y la ineficacia de los argumentos contra las pasiones.

el hombre integra las más diversas disposiciones instintivas, cuya orientación definitiva es determinada por las tempranas experiencias infantiles.

Con objeto de mantener cierta regularidad en nuestra nomenclatura, denominaremos interdicción al hecho de que un instinto no pueda ser satisfecho, prohibición a la institución que marca tal interdicción y privación al estado que la prohibición trae consigo privaciones que afectan a todos los hombres son las más antiguas que se mantienen aún en vigor nacen de nuevo con cada criatura humana Tales deseos instintivos son el incesto, el canibalismo y el homicidio

Una de las características de nuestra evolución consiste en la transformación paulatina de la coerción externa en coerción interna por la acción de una especial instancia psíquica del hombre, el super-yo, que va acogiendo la coerción externa entre sus mandamientos.

cuando una civilización no ha logrado evitar que la satisfacción de un cierto número de sus partícipes tenga como premisa la opresión de otros, de la mayoría quizá -y así sucede en todas las civilizaciones actuales-, es comprensible que los oprimidos desarrollen una intensa hostilidad contra la civilización que ellos mismos sostienen con su trabajo, pero de cuyos bienes no participan sino muy poco. En este caso no puede esperarse por parte de los oprimidos una asimilación de las prohibiciones culturales, pues, por el contrario, se negarán a reconocerlas, tenderán a destruir la civilización misma y eventualmente a suprimir sus premisas. La hostilidad de estas clases sociales contra la civilización es tan patente que ha monopolizado la atención de los observadores, impidiéndoles ver la que latentemente abrigan también las otras capas sociales más favorecidas. No hace falta decir que una cultura que deja insatisfecho a un núcleo tan considerable de sus partícipes y los incita a la rebelión no puede durar mucho tiempo, ni tampoco lo merece. El grado de asimilación de los preceptos culturales -o dicho de un modo popular y nada psicológico: el nivel moral de los partícipes de una civilización- no es el único patrimonio espiritual que ha de tenerse en cuenta para valorar la civilización de que se trate. Ha de atenderse también a su acervo de ideales y a su producción artística; esto es, a las satisfacciones extraídas de estas dos fuentes. Nos inclinaremos demasiado fácilmente a incluir entre los bienes espirituales de una civilización sus ideales; esto es, las valoraciones que determinan en ella cuáles son los rendimientos más elevados a los que deberá aspirarse.

los ideales quedan forjados como una secuela de los primeros rendimientos obtenidos por la acción conjunta de las dotes intrínsecas de una civilización y las circunstancias externas, y estos primeros rendimientos son retenidos ya por el ideal para ser continuados. Así, pues, la satisfacción que el ideal procura a los partícipes de una civilización es de naturaleza narcisista y reposa en el orgullo del rendimiento obtenido.

La satisfacción narcisista, extraída del ideal cultural, es uno de tos poderes que con mayor éxito actúan en contra de la hostilidad adversa a la civilización, dentro de cada sector civilizado. No sólo las clases favorecidas que gozan de los beneficios de la civilización correspondiente sino también las oprimidas participan de tal satisfacción, en cuanto el derecho a despreciar a los que no pertenecen a su civilización les compensa de las imitaciones que la misma se impone a ellos. Cayo es un mísero plebeyo agobiado por los tributos y las prestaciones personales, pero es también un romano, y participa como tal en la magna empresa de dominar a otras naciones e imponerles leyes. Esta identificación de los oprimidos con la clase que los oprime y los explota no es, sin embargo, más que un fragmento de una más amplia totalidad, pues, además, los oprimidos pueden sentirse efectivamente ligados a los opresores y, a pesar de su hostilidad, ver en sus amos su ideal. Si no existieran estas relaciones, satisfactorias en el fondo, sería incomprensible que ciertas civilizaciones se hayan conservado tanto tiempo, a pesar de la justificada hostilidad de grandes masas de hombres.

La satisfacción que el arte procura a los partícipes de una civilización es muy distinta, aunque, por lo general, permanece inasequible a las masas, absorbidas por el trabajo agotador y poco preparadas por la educación.

Como para la Humanidad en conjunto, también para el individuo la vida es difícil de soportar. La civilización de la que participa le impone determinadas privaciones, y los demás hombres le inflingen cierta medida de sufrimiento, bien a pesar de los preceptos de la civilización, bien a consecuencia de la imperfección de la misma, agregándose a todo esto los daños que recibe de la Naturaleza indominada, a la que él llama el destino.

humanizar la Naturaleza. A las fuerzas impersonales, al destino, es imposible aproximarse; permanecen eternamente incógnitas. Pero si en los elementos rugen las mismas pasiones que en el alma del hombre, si la muerte misma no es algo espontáneo, sino el crimen de una voluntad perversa; si la Naturaleza está poblada de seres como aquellos con los que convivimos, respiraremos aliviados, nos sentiremos más tranquilos en medio de lo inquietante y podremos elaborar psíquicamente nuestra angustia. Continuamos acaso inermes, pero ya no nos sentimos, además, paralizados; podemos, por lo menos, reaccionar e incluso nuestra indefensión no es quizá ya tan absoluta, pues podemos emplear contra estos poderosos superhombres que nos acechan fuera los mismos medios de que nos servimos dentro de nuestro círculo social; podemos intentar conjurarlos, apaciguarlos y sobornarlos, despojándoles así de una parte de su poderío. Esta sustitución de una ciencia natural por una psicología no sólo proporciona al hombre un alivio inmediato, sino que le muestra el camino por el que llega a dominar más ampliamente la situación.

el hombre no transforma sencillamente las fuerzas de la Naturaleza en seres humanos, a los que puede tratar de igual a igual -cosa que no correspondería a la impresión de superioridad que tales fuerzas le producen-, sino que las reviste de un carácter paternal y las convierte en dioses, conforme a un prototipo infantil, y también, según hemos intentado ya demostrar en otro lugar, a un prototipo filogénico.

la indefensión de los hombres continúa, y con ello perdura su necesidad de una protección paternal y perduran los dioses, a los cuales se sigue atribuyendo una triple función: espantar los terrores de la Naturaleza, conciliar al hombre con la crueldad del destino, especialmente tal y como se manifiesta en la muerte, y compensarle de los dolores y las privaciones que la vida civilizada en común le impone.

Por lo que respecta a la distribución de los destinos humanos, perdura siempre una inquieta sospecha de que la indefensión y el abandono de los hombres tienen poco remedio. En ese punto fallan enseguida los dioses, y si realmente son ellos quienes marcan a cada hombre su destino, es de pensar que sus designios son impenetrables

la función encomendada a la divinidad resulta ser la de compensar los defectos y los daños de la civilización, precaver los sufrimientos que los hombres se causan unos a otros en la vida en común y velar por el cumplimiento de los preceptos culturales, tan mal seguidos por los hombres. A estos preceptos mismos se les atribuye un origen divino, situándolos por encima de la sociedad humana y extendiéndolos al suceder natural y universal.

Se crea así un acervo de representaciones, nacido de la necesidad de hacer tolerable la indefensión humana, y formado con el material extraído del recuerdo de la indefensión de nuestra propia infancia individual y de la infancia de la Humanidad. Fácilmente se advierte que este tesoro de representaciones protege a los hombres en dos direcciones distintas: contra los peligros de la Naturaleza y del destino y contra los daños de la propia sociedad humana. Su contenido, sintéticamente enunciado, es el siguiente: la vida en este mundo sirve a un fin más alto, nada fácil de adivinar desde luego, pero que significa seguramente un perfeccionamiento del ser humano. El objeto de esta superación y elevación ha de ser probablemente la parte espiritual del hombre, el alma, que tan lenta y rebeldemente se ha ido separando del cuerpo en el transcurso de los tiempos. Todo lo que en este mundo sucede, sucede en cumplimiento de los propósitos de una inteligencia superior, que, por caminos y rodeos difíciles de perseguir, lo conduce todo en definitiva hacia el bien; esto es, hacia lo más satisfactorio para el hombre. Sobre cada uno de nosotros vela una guarda bondadosa, sólo en apariencia severa, que nos preserva de ser juguete de las fuerzas naturales, prepotentes e inexorables. La muerte misma no es un aniquilamiento, un retorno a lo inanimado inorgánico, sino el principio de una nueva existencia y el tránsito a una evolución superior. Por otro lado las mismas leyes morales que nuestras civilizaciones han estatuido rigen también el suceder universal, guardadas por una suprema instancia justiciera, infinitamente más poderosa y consecuente. Todo lo bueno encuentra al fin su recompensa, y todo lo malo, su castigo, cuando no ya en esta vida sí en las existencias ulteriores que comienzan después de la muerte.

No habiendo ya más que un solo y único Dios, las relaciones con él pudieron recobrar todo el fervor y toda la intensidad de las relaciones infantiles del individuo con su padre. Mas a cambio de tanto amor se quiere una recompensa: ser el hijo predilecto, el pueblo elegido.

Los hombres creen no poder soportar la vida si no dan a estas representaciones todo el valor al que para ellas se aspira.

la civilización procura al individuo estas ideas, pues el individuo las encuentra ya acabadas entre sí, y sería incapaz de hallarlas por sí mismo.

al personificar las fuerzas de la Naturaleza sigue el hombre un precedente infantil. En su primera infancia descubrió ya que para llegar a adquirir alguna influencia sobre las personas que le rodeaban le era preciso entrar en relación con ellas, y posteriormente aplica este método, con igual propósito, a todo aquello que a su paso encuentra.

la tendencia a personificar todo aquello que quiere comprender -el dominio físico como preparación del dominio psíquico- es un impulso natural del hombre

Dios es una superación del padre, y la necesidad de una instancia protectora -la nostalgia de un padre es la raíz de la necesidad religiosa.

La libido sigue los caminos de las necesidades narcisistas y se adhiere a aquellos objetos que aseguran la satisfacción de las mismas. De este modo la madre, que satisface el hambre, se constituye en el primer objeto amoroso y, desde luego, en la primera protección contra los peligros que nos amenazan desde el mundo exterior en la primera protección contra la angustia, podríamos decir. Sin embargo, la madre no tarda en ser sustituida en esta función por el padre, más fuerte, que la conserva ya a través de toda la infancia. Pero la relación del niño con el padre entraña una singular ambivalencia. En la primera fase de las relaciones del niño con la madre, el padre constituía un peligro y, en consecuencia, inspiraba tanto temor como cariño y admiración. Todas las religiones muestran profundamente impresos los signos de esta ambivalencia de la relación con el padre, cuando el individuo en maduración advierte que está predestinado a seguir siendo siempre un niño necesitado de protección contra los temibles poderes exteriores, presta a tal instancia protectora los rasgos de la figura paterna y crea sus dioses, a los que, sin embargo, de temerlos, encargará de su protección. Así, pues, la nostalgia de un padre y la necesidad de protección contra las consecuencias de la impotencia humana son la misma cosa. La defensa contra la indefensión infantil presta a la reacción ante la impotencia que el adulto ha de reconocer, o sea, precisamente a la génesis de la religión, sus rasgos característicos. Pero no entra en nuestros propósitos adentrarnos más en la investigación del desarrollo de la idea de Dios.

cuando el individuo en maduración advierte que está predestinado a seguir siendo siempre un niño necesitado de protección contra los temibles poderes exteriores, presta a tal instancia protectora los rasgos de la figura paterna y crea sus dioses, a los que, sin embargo, de temerlos, encargará de su protección. Así, pues, la nostalgia de un padre y la necesidad de protección contra las consecuencias de la impotencia humana son la misma cosa. La defensa contra la indefensión infantil presta a la reacción ante la impotencia que el adulto ha de reconocer, o sea, precisamente a la génesis de la religión, sus rasgos característicos. Pero no entra en nuestros propósitos adentrarnos más en la investigación del desarrollo de la idea de Dios.

La imposibilidad de demostrarlas se ha hecho sentir en todos los tiempos y a todos los hombres, incluso a aquellos antepasados nuestros que nos han legado la herencia religiosa. Muchos de ellos alimentaron seguramente nuestras mismas dudas, pero gravitaba sobre ellos una presión demasiado intensa para que se atrevieran a manifestarlas. Y desde entonces, estas dudas han atormentado a infinitos hombres que intentaron reprimirlas porque se suponían obligados a creer; muchas inteligencias han naufragado bajo la pesadumbre de tal conflicto, y muchos caracteres han sufrido grave lesión en las transacciones en las que trataron de hallar una salida.

las doctrinas religiosas están sustraídas a las exigencias de la razón, hallándose por encima de ella. No necesitamos comprenderlas, basta con que sintamos interiormente su verdad. Pero este «credo» sólo como una forzada confesión resulta interesante. Como mandamiento no puede obligar a nadie. ¿Habremos de obligarnos acaso a creer cualquier absurdo? Y si no, ¿por qué precisamente éste? No hay instancia alguna superior a la razón. Si la verdad de las doctrinas religiosas depende de un suceso interior que testimonia de ella, ¿que haremos con los hombres en cuya vida interna no surge jamás tal suceso nada frecuente? Podemos exigir a todos los hombres que hagan uso de su razón; lo que no es posible es instituir una obligación para todos sobre una base que sólo en muy pocos existe.

en nuestra actividad mental existen numerosas hipótesis que sabemos faltas de todo fundamento o incluso absurdas. Las definimos como ficciones; pero, en atención a diversos motivos prácticos, nos conducimos «como si» las creyésemos verdaderas. Tal sería el caso de las doctrinas religiosas a causa de su extraordinaria importancia para la conservación de la sociedad humana.

Sabemos ya que la penosa sensación de impotencia experimentada en la niñez fue lo que despertó la necesidad de protección, la necesidad de una protección amorosa, satisfecha en tal época por el padre, y que el descubrimiento de la persistencia de tal indefensión a través de toda la vida llevó luego al hombre a forjar la existencia de un padre inmortal mucho más poderoso. El gobierno bondadoso de la divina Providencia mitiga el miedo a los peligros de la vida; la institución de un orden moral universal, asegura la victoria final de la Justicia, tan vulnerada dentro de la civilización humana, y la prolongación de la existencia terrenal por una vida futura amplía infinitamente los límites temporales y espaciales en los que han de cumplirse los deseos.

Una de las características más genuinas de la ilusión es la de tener su punto de partida en deseos humanos de los cuales se deriva. Bajo este aspecto, se aproxima a la idea delirante psiquiátrica, de la cual distingue, sin embargo; claramente. La idea delirante, además de poseer una estructura mucho más complicada, aparece en abierta contradicción con la realidad. En cambio, la ilusión no tiene que ser necesariamente falsa; esto es, irrealizable o contraria a la realidad.

Así, pues, calificamos de ilusión una creencia cuando aparece engendrada por el impulso a la satisfacción de un deseo, prescindiendo de su relación con la realidad, del mismo modo que la ilusión prescinde de toda garantía real.

Si después de orientarnos así volvemos de nuevo a los dogmas religiosos, habremos de repetir nuestra afirmación interior: son todos ellos ilusiones indemostrables y no es lícito obligar a nadie a aceptarlos como ciertos.

Son tan irrebatibles como indemostrables. Sabemos todavía muy poco para aproximarnos a ellos como críticos.

En este punto se nos opondrá seguramente la siguiente objeción: si hasta los escépticos más empedernidos reconocen que las afirmaciones religiosas no pueden ser rebatidas por la razón, ¿por qué no hemos de creerlas, ya que tienen a su favor tantas cosas: la tradición, la conformidad de la mayoría de los hombres y su mismo contenido consolador? No hay inconveniente. Del mismo modo que nadie puede ser obligado a creer, tampoco puede forzarse a nadie a no creer. Pero tampoco debe nadie complacerse en engañarse a sí mismo suponiendo que con estos fundamentos sigue una trayectoria mental plenamente correcta. La ignorancia es la ignorancia, y no es posible derivar de ella un derecho a creer algo. Ningún hombre razonable se conducirá tan ligeramente en otro terreno ni basará sus juicios y opiniones en fundamentos tan pobres. Sólo en cuanto a las cosas más elevadas y sagradas se permitirá semejante conducta.

Aunque supiésemos y pudiésemos demostrar que la religión no posee la verdad, deberíamos silenciarlo y conducirnos como nos lo aconseja la filosofía del «como si». ¡Es en interés de todos y por nuestra propia conservación! Lo contrario además de ser harto peligroso, constituye una inútil crueldad. Hay infinitos hombres que hallan en las doctrinas religiosas su único consuelo, y sólo con su ayuda pueden soportar la vida.

No dejó de surgir en mí la interrogación de si el presente ensayo podía causar algún daño; pero no a persona alguna, sino a una causa, a la causa del psicoanálisis. No puedo negar que el psicoanálisis es obra mía, ni tampoco que ha despertado en muchos sectores desconfianza y animadversión. Si ahora salgo a la palestra con afirmaciones tan poco gratas, es de esperar que toda responsabilidad quede desplazada sobre el psicoanálisis. Ya vemos claramente -se dirá adónde conduce el psicoanálisis. Como ya lo sospechábamos, a negar la existencia de Dios y de todo ideal ético. Y para impedirnos tal descubrimiento se nos ha querido engañar, pretendiendo que el psicoanálisis no entrañaba una concepción particular del Universo ni aspiraba a formarla.

el psicoanálisis es un método de investigación, un instrumento imparcial,

la religión ha prestado, desde luego, grandes servicios a la civilización humana y ha contribuido, aunque no lo bastante, a dominar los instintos asociales. Ha regido durante muchos milenios la sociedad humana y ha tenido tiempo de demostrar su eficacia. Si hubiera podido consolar y hacer feliz a la mayoría de los hombres, reconciliarlos con la vida y convertirlos en firmes substratos de la civilización, no se le hubiera ocurrido a nadie aspirar a modificación alguna. Pero en lugar de esto vemos que una inmensa multitud de individuos se muestra descontenta de la civilización y se siente desdichada dentro de ella, considerándola como un yugo, del que anhela libertarse, y consagra todas sus fuerzas a conseguir una mudanza de la civilización o lleva su hostilidad contra ella, hasta el punto de no querer saber nada de sus preceptos ni de la renuncia a los instintos.

Los sacerdotes, a los cuales correspondía la función de hacer guardar obediencia a la religión, les han facilitado siempre esta tarea. La bondad divina paralizó la divina justicia. El pecador se rescata con sacrificios o penitencias y queda libre para volver a pecar.

Hemos oído la confesión de que la religión no ejerce ya sobre los hombres la misma influencia que antes. (Nos referimos a la civilización europea cristiana.) Y ello no porque prometa menos, sino porque los hombres van dejando de creer en sus promesas. Concedamos que la causa de esta mudanza reside en el robustecimiento del espíritu científico en las capas superiores de la sociedad humana, aunque quizá no sea esta causa la única. La crítica ha debilitado la fuerza probatoria de los documentos religiosos; las ciencias naturales han señalado los errores en ellos contenidos, y la investigación comparativa ha indicado la fatal analogía de las representaciones religiosas por nosotros veneradas con los productos espirituales de pueblos y tiempos primitivos.

En este proceso no hay detención alguna; cuanto más asequibles se hacen al hombre los tesoros del conocimiento, tanto más se difunde su abandono de la fe religiosa, al principio sólo de sus formas más anticuadas y absurdas, pero luego también de sus premisas fundamentales.

Pero la inseguridad que amenazaba por igual la vida de todos los hombres acabó por unirlos en una sociedad que prohibió al individuo atentar contra sus semejantes y se reservó el derecho de matar a quienes transgredieran este mandato. La muerte impuesta por la colectividad pasó entonces a ser justicia y castigo.

Sabemos que el hombre no puede cumplir su evolución hasta la cultura sin pasar por una fase más o menos definida de neurosis, fenómeno debido a que para el niño es imposible yugular por medio de una labor mental racional las muchas exigencias instintivas que han de serles inútiles en su vida ulterior y tiene que dominarlas mediante actos de represión, detrás de los cuales se oculta, por lo general, un motivo de angustia. La mayoría de estas neurosis infantiles -especialmente las obsesivas- quedan vencidas espontáneamente en el curso del crecimiento, y el resto puede ser desvanecido más tarde por el tratamiento psicoanalítico. Pues bien; hemos de admitir que también la colectividad humana pasa en su evolución secular por estados análogos a las neurosis y precisamente a consecuencia de idénticos motivos; esto es, porque en sus tiempos de ignorancia y debilidad mental hubo de llevar a cabo exclusivamente por medio de procesos afectivos las renuncias al instinto indispensables para la vida social. Los residuos de estos procesos, análogos a la represión, desarrollados en épocas primitivas, permanecieron luego adheridos a la civilización durante mucho tiempo. La religión sería la neurosis obsesiva de la colectividad humana, y lo mismo que la del niño, provendría del complejo de Edipo en la relación con el padre. Conforme a esta teoría hemos de suponer que el abandono de la religión se cumplirá con toda la inexorable fatalidad de un proceso del crecimiento y que en la actualidad nos encontramos ya dentro de esta fase de la evolución.

Las verdades contenidas en las doctrinas religiosas aparecen tan deformadas y tan sistemáticamente disfrazadas que la inmensa mayoría de los hombres no pueden reconocerlas como tales. Es lo mismo que cuando contamos a los niños que la cigüeña trae a los recién nacidos. También les decimos la verdad, disimulándola con un ropaje simbólico, pues sabemos lo que aquella gran ave significa. Pero el niño no lo sabe, se da cuenta únicamente de que se le oculta algo, se considera engañado, y ya sabemos que de esta temprana impresión nace, en muchos casos, una general desconfianza contra los mayores y una oposición hostil a ellos. Hemos llegado a la convicción de que es mejor prescindir de estas veladuras simbólicas de la verdad y no negar al niño el conocimiento de las circunstancias reales, en una medida proporcional a su nivel-intelectual.

Ningún creyente se dejará despojar de su fe por estos argumentos u otros análogos, pues se hallan fuertemente ligados a los contenidos de la religión por ciertos tiernos lazos afectivos. Hay también ciertamente otros muchos que no son creyentes en el mismo sentido. Permanecen obedientes a los preceptos culturales porque los asustan las amenazas de la religión y temen a la religión mientras han de considerarla como una parte de la realidad restrictiva. Pero tampoco sobre ellos ejercen influencia alguna los argumentos. Cesan de temer a la religión cuando advierten que otros no la temen, y con respecto a éstos he afirmado que se darían cuenta del ocaso de la influencia religiosa, aunque yo no publicase este escrito.

La consciencia de que sólo habremos de contar con nuestras propias fuerzas nos enseña, por lo menos, a emplearlas con acierto. Pero, además, el hombre no está ya tan desamparado. Su ciencia le ha enseñado muchas cosas desde los tiempos del Diluvio y ha de ampliar aún más su poderío. Y por lo que respecta a lo inevitable, al destino inexorable, contra el cual nada puede ayudarle, aprenderá a aceptarlo y soportarlo sin rebeldía.

Ante la dificultad de llegar al conocimiento, siquiera fragmentario, de la realidad, y ante la duda de que podamos llegar a él alguna vez, no debemos olvidar que también las necesidades humanas son una parte de la realidad, y, por cierto, una parte muy importante y que nos toca muy de cerca.

La voz del intelecto es apagada, pero no descansa hasta haberse logrado hacerse oír y siempre termina por conseguirlo, después de ser rechazada infinitas veces.

Se reprocha a la ciencia su inseguridad, alegando que lo que hoy proclama como ley es rechazado como error por la generación siguiente y sustituido por una nueva ley, de tan corta vida como la primera. Pero semejante acusación es injusta, y en parte, falsa. Las mudanzas de las opiniones científicas son evolución y progreso, nunca contradicción. Una ley que al principio se creyó generalmente válida demuestra luego ser un caso especial de una normatividad más amplia o queda restringida por otra ley posteriormente descubierta; una grosera aproximación a la verdad queda sustituida por un ajuste más acabado a la misma, susceptible a su vez de mayor perfeccionamiento.

No tiene en cuenta que nuestra organización, o sea, nuestro aparato anímico, se ha desarrollado precisamente en su esfuerzo por descubrir el mundo exterior, debiendo haber adquirido así su estructura una cierta educación a tal fin. Se olvida que nuestro aparato anímico es por sí mismo un elemento de aquel mundo exterior que de investigar se trata y se presta muy bien a tal investigación; que la labor de la ciencia queda plenamente circunscrita si la limitamos a mostrarnos cómo se nos debe aparecer el mundo a consecuencia de la peculiaridad de nuestra organización; que los resultados finales de la ciencia, precisamente por la forma en que son obtenidos, no se hallan condicionados solamente por nuestra organización, sino también por aquello que sobre tal organización ha actuado, y, por último, que el problema de una composición del mundo sin atención a nuestro aparato anímico perceptor es una abstracción vacía sin interés práctico ninguno.

No, nuestra ciencia no es una ilusión. En cambio, sí lo sería creer que podemos obtener en otra parte cualquiera lo que ella no nos pueda dar.

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